Nos trajeron el desayuno a la habitación, lo aceleró mucho los tiempos del inicio de nuestras actividades, por lo que a las 9.15 ya teníamos todo listo para abandonar nuestra habitación Veneciana, dejando el equipaje en la recepción, de modo que nos fuera posible hacer una última incursión con el vaporetto, esta vez con la isla de Lido como destino. Pasamos a buscar a los chicos por su hotel y abordamos el barco, el cual no se encontraba atiborrado de gente al mejor estilo colectivo 60, como había sucedido el día anterior. Una vez arribados en dicha la isla, recorrimos las pocas cuadras pobladas de restaurantes y locales que separan la costa este de la oeste, y nos sacamos algunas fotos en las playas que aparecieron de repente ante nosotros, las cuales son al parecer muy visitadas por los turistas en la temporada estival. No había mucho más para hacer, así que recorrimos un poco mas caminando y decidimos regresar, ya que casi era el mediodía, hora de nuestra despedida de la ciudad flotante. Abordamos el vaporetto con destino hacia la última estación del recorrido, piazzale roma, la más cercana a nuestro hotel, y allí nos encontrábamos a eso de las 12.30 cuando, por esas cosas locas de la vida, ingreso el primer inspector que vimos en nuestros aproximadamente 8 viajes, y justo cuando estábamos bajando descubrió que nuestras tarjetas de viaje tenían casi 2 horas de vencidas (era de 24 horas, y la habíamos activado a las 10.30 del día anterior, y algo para destacar es que no es necesario mostrarla para abordar los barcos). Bueno, el cuento termina en que luego de una pequeña discusión tuvimos que abonar una sola multa (nos perdonó la segunda), de un monto bastante superior al valor del pase diario, lo que nos dejó la siguiente moraleja: no hay que hacerse el sudaka piola engañador de sistemas… y después uno se queja de que en buenos aires hacen multas con fines de recaudación. Acá sí que recaudaron, con cada multa pueden dejar que 20 personas viajen gratis. Así que, si alguien va a Venecia, cuidado con el horario de finalización de la tarjeta.
Todavía golpeados por lo sucedido, sintiendo una mezcla de vergüenza y calentura, buscamos las cosas del hotel y enfilamos para la agencia de alquiler de autos, ayudados por el botones colorado, que cargó la valija de María durante todo el trayecto. Al llegar comprobamos que estaba cerrada, y que abría a las 14.30, así que nos fuimos a comer unas arrontonatas y unos gelatti, para regresar una hora y media después. Al hacerlo, luego de tener un pequeño incidente con un gordo desagradable que intentó colarse por delante de nuestras narices (después nos enteramos que era argentino, porque al principio le hablamos en inglés, pensando que era un cerdo yanqui), nos horrorizamos ante la noticia de que no tenían nuestra reserva, y de que alquilar otro auto nos costaría el doble. Fue en ese instante en que recordé que hacía varios meses había cancelado dicho alquiler, con la idea de no viajar en auto por Italia, y luego, cuando la idea volvió a cobrar fuerza, volví a reservar un coche, pero en otra agencia de nombre similar, la cual se encontraba a la vuelta, y sí tenía la reserva, tal como me lo informó la señora que me vió ingresar con cara de desesperación. Nos despedimos de Lucía y Nacho (esos son sus poco utilizados nombres), y a eso de las 15 hs comenzamos la travesía asfáltica en nuestro flamante fiat panda, un auto pequeño pero con todas las comodidades necesarias.
El viaje fue perfecto, apenas le pifiamos una vez a la autopista, ni bien salimos, pero pudimos retomar inmediatamente el camino correcto, y de ahí en más no tuvimos ningún problema para llegar a Florencia. Siempre transitando autostradas de un mínimo de 2 carriles (generalmente 3, pocas veces 4), pasamos por Pádova, Bologna, Ferrara y otras ciudades menos conocidas, admirando el montañoso paisaje, y sorprendiéndonos por la gran cantidad de veces en las que la ruta se metía en medio de túneles que cruzaban las montañas de un lado al otro. También nos llamó la atención la cantidad impresionante de camiones que transitaban únicamente por el carril derecho, sin hacerse los pistolas pasándose unos a otros, lo que permitía que prácticamente mantuviéramos una velocidad promedio de 120 km/h. También fue llamativo el hecho de que ninguno de esos camiones llevaba ganado ni otros animales, como pasa en argentina, donde son la mayoría, lo que habla de la diferencia entre los niveles de industrialización de ambos países. El manejar de los tanos no dejó nada que desear (bah, van rápido pero sin pasarse de los límites), pero había que estar atentos a la ruta porque casi no había banquina y además estaba lleno de curvas y contracurvas bastante pronunciadas, lo cual si se lo suma a los camiones que siempre ocupaban el lado derecho nos dejaba casi un único carril muy finito cuando la autopista tenía 2, y si uno disminuía un poco la velocidad por precaución, se comía las luces de los tanos que no desaceraban ni con la más pronunciada de las curvas. De todos modos se nos hizo muy ameno el trayecto, el cual acompañamos con nuestro provinciano mate (el cual estaba esperando desde el primer día sin salir de la mochila, y en poco más de 2 horas recorrimos los 220 km que separan a las 2 ciudades. Hasta ese punto todo había salido 10 puntos, pero ni bien pisamos las afueras de Florencia se desató el infierno.
Primero comprobamos que sólo teníamos mapa del centro histórico, así que se nos hizo dificilísimo acercarnos siquiera hacia la zona del hotel, que se encontraba en el microcentro (era más bien un nano o pico centro), y encima nos enteramos que no se puede pasar en auto (igual nos metimos sin darnos cuenta). El hecho es que al final tardamos más de 2 horas en llegar desde la periferia al centro, y encontrar las callecitas circundantes (después de preguntar varias veces a los tanos que veíamos, los cuales nos respondían con sus expresiones manuales típicas), las cuales no aparecían con nombre en el mapa. Ah, además de que la mitad de las calles no tienen nombres, las que sí los tienen los presentan con las letras de color gris claro, sobre un fondo blanco, por lo que no se veía un carajo. Encima, me estaba meando como nunca en mi vida desde hacía unas horas, así que tuve que estacionar en una plaza y hacer pis en una botella vacía de 2 litros de agua mineral. Más relajado, caminamos al hotel, dejamos las cosas y volvimos al auto para llevarlo a la cochera más cercana, fuera del casco histórico, a unas 8 cuadras de distancia (muy cómodo, sí). Allí decidimos realizar un mini tour nocturno (ya que eran las 21 hs aprox) por los sitios más conocidos, como el ponte Vechio, la iglesia de san Lorenzo, la iglesia del duomo, etc. Además de admirar la arquitectura y las esculturas, se robaron todas nuestras miradas y suspiros las omnipresentes gelaterías, disponiendo los helados en esas cubetas metidas en heladeras transparentes, sugiriendo una cremosidad sencillamente irresistible (dice María que Alberto padre no hubiera podido resistirse tampoco). Fue así que nos vimos en la obligación de comernos uno, que resultó ser el helado más rico (y también más caro) que probé en mi vida, el cual estaba servido en un cucurucho recubierto de chococolate y maní. Una cosa distinta de los helados acá es que siempre parecen venir en cucurucho, no hay otra presentación. Sí se paga por el tipo de cucu, y por la cantidad de bochas que le ponen. Además, el helado es mucho más consistente, lo que les permiten servirlo de una forma muy rara, con mucha superficie casi flotante, sin sostén. Al volver al hotel pasamos por una plaza muy linda llena de esculturas (ahora no me acuerdo el nombre, pero lo que más nos llamó la atención fue un tipo que cantaba, con unos parlantes que se oían de bien lejos, canciones de pink Floyd, dire straits, u2, deep purple, etc, las cuales representaba muy bien, pero no pegaban ni con cola con la atmósfera de la ciudad. Así que, como diría Micky Vainilla: “Falta alguien que haga una limpieza…” (gracias Ale…) (acá en Italia parece que es común que venga cualquiera a hacer números artísticos que no tienen nada que ver con el lugar, en Venecia por ejemplo nos encontramos con unos aborígenes con fenotipo “Evo Morales” pero vestidos con pieles de animales y tocando la música del último de los mohicanos, no conocemos su nacionalidad, pero si eran de dicha tribu nos sentiríamos muy defraudados por la película). Terminamos el día con unos sanguchitos de prosciutto crudo que compramos en el super de al lado del hotel, y por fin pudimos descansar después de otro día agitado.
Besos para todoooooos!!!!!
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