06/03/09
Como siempre, comienzo con un parche del reporte anterior. Una cosa que notamos de la noche madrileña es que hay mucha luz por todos lados, y pululan por doquier pubs de todos los países (Irlandeses, españoles, ingleses, apus, etc.) en cuyas entradas se encuentran los tarjeteros, que abordan a los transeúntes comentándoles las ofertas y hasta regalando los primeros minitragos. El dato interesante que nos aportó Mariano tiene que ver con la nacionalidad de dichos tarjeteros, ya que al parecer hace algunos años era imposible ver a un español realizando ese trabajo, el cual recaía sobre los argentinos (cuyo acento parece ser apreciado aquí por alguna razón incomprensible), pero en cambio ahora, seguramente por la crisis y la falta de trabajo, solo escuchábamos acento español cuando nos ofrecían las cervezas y los mojitos.
Ahora comienza el reporte del último día del viaje.
Perezosamente nos despertamos y mientras nos desperezábamos y comenzamos a armar las valijas notamos que no nos alcanzaba el espacio, no porque hubiésemos comprado como locos, si no porque ya veníamos cargadísimos desde el vamos (los pagos de exceso de equipaje así lo confirman), así que, después de que arribaran los chicos y tuviéramos nuestro último desayuno a todo trapo, salimos con el colorado en busca de un local que vendía valijas muy baratas. La travesía no debió habernos demorado más de 15 minutos, pero como nos quisimos hacer los cancheros saliendo sin mapa, estuvimos más de media hora dando vueltas y preguntando a los locales, quienes nos hicieron dar más vueltas, para terminar nueva e inexplicablemente en la puerta del apart, pero con las manos vacías. Decidimos entonces realizar el trayecto en subte, y de ese modo liquidamos el trámite en 10 minutos, ya que vendían las valijas como pan caliente. Regresamos al hotel sobre la hora de abandono de la habitación, armamos la valija lo más rápido posible, y le dijimos adiós a nuestra última residencia europea (obviamente dejando las valijas en recepción hasta la hora de nuestra partida, porque salir a recorrer con ellas hubiese sido imposible).
Cansados del arte, los museos y la arquitectura, decidimos que solamente estábamos de humor para caminar sin rumbo fijo por las calles madrileñas, quejándonos un poco de que no fueran tan amplias como las de Barcelona (verdaderamente parecían las veredas del microcentro, salvo en la gran vía y otros pocos lugares). Yo no diría que no nos gustó ésta última ciudad, ya que posee edificios muy lindos y calles limpias y ordenadas, pero nos pareció que le faltaban monumentos en comparación con las demás capitales europeas, y su trazado de calles nos pareció bastante desordenado y hasta azaroso, complicándonos bastante para ubicarnos sin un mapa (e incluso con uno). Lo que sí nos apasionó de España en general, y de Madrid en particular, fue lo bueno y barato de la comida, cualidad que explotamos hasta el hartazgo. Bueno, recorrimos varios locales y empezamos a perder la vergüenza realizando algunas compras…, y gracias a Dios que era nuestro último día, porque a medida que uno empieza a comprar va perdiendo la noción de que las cosas están en euros, y al final algunos vendedores deben haber pensado que éramos una misión del FMI como medida anticrisis reactivadora de las ventas.
Ya se habían hecho más de las 14, así que decidimos realizar nuestra última visita al museo (del jamón obviamente) (acá sí que le hubiésemos dado uso a una musseum pass como la de París), en donde nos clavamos unos menús que incluían paella de primero y bacalao a la romana (yo) y ragoút de cerdo a la no sé que (María y el colo), mientras que nurse se castigó con una tabla de ibérico y queso. Realmente no recuerdo un combate tan difícil contra una comida tan deliciosa, fue titánico, tomándonos aproximadamente hora y media hasta que logramos vaciar los platos y llegar a los postres, en donde arrugué un poco y pedí manzana asada con canela, igual que María, mientras el colo se le animó al flan. A duras penas salimos de allí y decidimos que lo mejor para bajar la comida iba a ser caminar un poco y visitar el último destino que nos llamaba la atención, la plaza de toros, así que para ahí encaramos, pero en subte, porque quedaba muy lejos.
Suerte que decidimos vencer la pereza para ir a dicho sitio, que al menos desde afuera nos pareció imponente, tanto por su tamaño como por los detalles que posee en todas sus paredes y todos sus arcos. De todas maneras nos fue imposible comparar dicha plaza con el coliseo romano, ya que ambas estructuras poseen formas muy similares, pero la diferencia más importante entre ellas son los 2000 años de diferencia con que fueron construidas. También nos llamó la atención lo barato de las entradas (desde 2 euros), y cómo se vendían diversas posiciones según estuvieran al sol o a la sombra, y si bien a ninguno de nosotros nos gusta eso de las corridas (es más, todos festejamos cuando los toros cornean a los gallegos hijos de puta), estuvimos de acuerdo en que debe ser como mínimo pintoresco ver ese estadio colmado de gallegos gritando mientras toman vino de bota. Por suerte no tuvimos que enfrentarnos al dilema moral de ponerle plata a un espectáculo que desaprobamos pero que nos llama la atención, ya que la corrida era recién el domingo, así que luego de tomar unas fotos decidimos volver al subte, para realizar una caminata por un barrio que nos habían recomendado Gema y Mariano.
Cruzamos nuevamente la ciudad en subte, y emergimos en una de las zonas más antiguas de la ciudad, cerca de la plaza de la villa. Comenzamos a caminar por las pintorescas y finitas calles, circundadas por edificaciones de estilos anteriores a los del resto de la ciudad, pero se nos empezó a hacer tarde así que ni bien llegamos a una plaza que nos habían recomendado, la plaza de la paja, concordamos en que ya era hora de partir, no sin antes cobrar la apuesta ganada el día anterior en la ciudad de Toledo. Caminamos presurosos las cuadras (varias) que nos separaban de la Plaza Mayor, y una vez allí reincidimos en nuestra conducta obsesiva con respecto al arte, ingresando por enésima vez al museo del jamón, obviamente sin hambre (después de la panzada que habíamos realizado un par de horas antes), pero con la idea fija en la mente de que no nos podíamos ir sin probar 2 de los bocadillos más emblemáticos de la zona, el de tortilla y el de calamar (rabas). Si, así de cerdo e innecesario, los gallegos agarran media tortilla española, la meten entre medio de unos panes de tamaño importante, y se la mandan así sin más, y lo mismo hacen con las rabas, lo que nos parece aún más innecesario, ya que prácticamente no se les siente el gusto. Pero bueno, dejando de lado las críticas, la verdad fue que disfrutamos bastante nuestros últimos e incomprensibles bocadillos, aunque nos costó sudor y lágrimas terminarlos, mientras nos reíamos de los gritos que se mandan entre los mozos y los cocineros del museo, igual de innecesarios.
Y eso fue todo, regresamos en subte al apart, despidiéndonos de los rojos que se bajaban un par de paradas luego, y a quienes les restaba un día de viaje, agarramos los bolsos y nos fuimos directo para el aeropuerto, tristes pero cansados, con esa mezcla incomprensible de ganas de volver a casa y de quedarnos a la vez (obviamente al llegar a Bs As las van a predominar únicamente las segundas). Así terminan entonces nuestras aventuras por el antiguo continente, gracias a todos por acompañarnos y hacernos sentir cerca suyo durante todo el trayecto, y vayan sabiendo que para la próxima nos podemos poner de acuerdo en una suscripción a los reportes (para la cual tendrían una tarifa preferencial obviamente), así nos financian más viajes y todos somos felices y comemos perdices (no codornices, que son una cagada).
Nos vemos pronto.