Esta página nace para complacer los deseos de mis incontables y susceptibles seguidores, quienes no podrían vivir sin sus indispensables relatos, apoyados en décadas de estudio y maestría en diversas disciplinas (bah, todas en realidad). Ellos saben que nadie como yo puede contarles, y explicarles (en un léxico a la altura de su comprensión, para lo cual tengo que rebajarme bastante) (y hasta cometo adrede algunos errores de ortografía, para que no se vean tan inferiores), cómo son las cosas en las lejanas comarcas que tengo en suerte visitar. De mas está aclarar que confían ciegamente en todo lo que les transmito, y obviamente nunca se les ocurre intentar verificarlo por la whiskypedia, opiniones de terceros, y mucho menos apelando a su decadente experiencia personal...

mayo 31, 2014

Día 27: Chau Toulouse, bonshur Paguí

Y sí, como tenía que ser, ya que tanto ella como shió habíamos amanecido muy tristes por la inminente despedida, la ciudad no pudo contenerse, derramando así sus copiosas y desgarradoras lágrimas sobre las uniformemente adoquinadas calles en honor a mi partida. Habiendome dormido la noche anterior a eso de las 3 am (un poco por quedarme investigando pendejadas, y otro por haber olvidado poner en mudo el teléfono), podría haber permanecido en la cama hasta bien entrada la mañana, pero preferí despertarme temprano para despedirme apropiadamente de mi querida anfitriona Sophie, quien, luego de intercambiadas las emotivas frases que preceden el adios, y pasado el momento de recordar los gratos momentos vividos, me sugirió una interesantísima posibilidad, mismo válida para ustedes, queridos lectores, la cual paso a describir acto seguido: además de existir la posibilidad de realizar el viaje como lo hice yo, pagando por el hospedaje con media pensión (que realmente es baratísimo, teniendo en cuenta lo que se come, la calidez del trato, y lo caros que son los hoteles acá), también me dijo que ella tiene ganas de viajar a Buenos Aires, proponiendo realizar esa siempre misteriosa, y generalmente aterradora (porque uno nunca sabe lo que le espera) modalidad de intercambio de casas. Es decir, yo (o cualquier amigo que recomiende) viajaría a Toulouse a quedarme en su casa, mientras ella viaja a Baires a quedarse en la nuestra. La verdad me parece una oferta muy tentadora, especialmente para venir de a 3 o de a 4, ahorrando muchísimo en alojamiento, y usando Toulouse como centro neurálgico para conocer todo el sur de Francia como Jehová manda. Así que, quien esté interesado, desliceme un par de morlacos (una cometa creo merecer por semejante servicio…) y yo le hago la gestión… No, en serio, al que le guste la idea, 100 euros… bua, cerramos en 50, y una docena de maccarons.
Siguiendo con el relato, despedido ya de Sophie, me centré plenamente en la durísima tarea ingenieril del armado de la valija, demandando el proceso aproximadamente unas 2 horas (reloj, incluyendo varios arranques de cero), no tanto por lo que compré, sino por la cantidad de pelotudeces que me traje y ni siquiera desdoblé (nunca voy a aprender que como máximo son 2 o 3 de cada cosa…). Tranquilo entonces (bah, no tanto porque, a pesar de todos mis esfuerzos, la valija sobrepasaba tranquila los 23 kg, máximo permitido para el avión), salí, poniéndole el pecho (o la nuca y espalda) a la lluvia, para realizar el último (ahora sí que no hay otro) melancólico o spleenesco (spleen es otra palabra franchuta, muy amiga de Baudelaire ella, para describir dicha sensación) (y nada tiene que ver con el anatómico significado que tiene en inglés) paseo en bici (sumando una última evidencia sobre el vandalismo anti cicleril) por el centro de la ciudad, despidiéndome de todos los ya familiares lugares que tan gratos momentos me regalaron. A proveche también para realizar a la pasada las impresiones anteriormente mencionadas, y para hacer la última compra en la boulangerie, subiendo luego a tranco veloz para degustarla en la tranquilidad del hogar, al abrigo de las ya pesadísimas gotas que el desolado cielo toulousano derramaba sobre mí (estando compuesto el almuerzo por un sanguchazo de salmón, lechuga tomate y salsa secreta; unos cuantos pedazos de mi inseparable camembert, y algún que otro champignon) (al principio pensé acompañarlos con jugo de pera, pero el quesito realmente demandó que me pasara luego al tintardi).
Después solo me quedó la caminata hasta el pequeñísimo subte (por suerte la triste pero considerada ciudad logró contener su llanto justo cuando salí del depto.), tras de cuyo corto trayecto de un par de estaciones emergí nuevamente a la superficie, para tomarme el gusanístico micro 66 (ayudado por un viejito y una franchuta llamada Emanuelle, que para variar –como todos los jóvenes de acá- había vivido un tiempo en Argentina, quienes amablemente me indicaron el lugar de la parada ), que me depositó por una módica suma (bah, acá el transporte público cuesta 1,60 euros, pero es nada comparado con lo que salía la navette) en la mismísima puerta del aeropuerto, donde por suerte también fui ayudado por un amistoso empleado de check in que hizo la vista gorda sobre los 4 kg de exceso que llevaba en mi equipaje.
El ya corto vuelo hasta el aeropuerto de Orly (segundo en tamaño después del internacional Charles de Gaulle) se me pasó aún más rápido de lo esperado debido a que me entretuve bastante leyendo las notas sobre Federer, la final del top 14, y Roland Garros en general en  el periódico deportivo L´equipe, de modo que casi en un abrir y cerrar de ojos me encontré (después de combinar el tren Orlyval con el transuburbano RER) en la estación central Garde du Nord, una especie de plaza Miserere en versión agigantada y complejizada, ya que tiene varios niveles de vías, por donde se mezclan tanto las vías de los RER como varias de las 14 líneas de subterráneo.
Una vez caminadas las 2 o 3 onceománicas (tanto por la gente, por el tránsito y por el ruido) calles que cirrcundan la estación, la cosa ya se empezó a poner linda, pudiendo verdaderamente empezar a sentirme inmerso en el irresistible encanto de esta ciudad tan única, y eso que estaba sudando la gota gorda arrastrando mi cerdivalija a la cual se le acababa de romper un rueda a causa del peso… Encontrado luego mi hotel, ubicado a pocas calles de allí, dejé los pesados bolsos y decidí pegarme una reparadora duchita que me librara del tremendo chivo liberado a causa del esfuerzo sobrehumano del turismo (y de arrastrar el pesado bártulo al cual se le terminó rompiendo una ruedita…), luego de lo cual, fresco cual lechuga de mercado orgánico, salí a recorrer las calles parisinas, primero sin rumbo fijo, contentándome sólo con vagar por unas activamente transitadas calles de buenosairística apariencia, para después sí fijar como primer objetivo definido el ícono de esta franchuta capital.
Tratándose la extensión de la presente urbe unos cuantos órdenes de magnitud superior a la de Toulouse, no tuve otra opción que tomar el subte para realizar el trayecto, que de todos modos me tomó unos 40 minutos aproximadamente, luego de los cuales emergí de la estación Trocadero para recibir de un golpazo toda la majestuosidad y grandilocuencia que brinda el conjunto de la monumental Torre enmarcada por la Seine, las escaleras de Trocadero los extensos campos de Marte. Pasado el primer intervalo de fotos, autofotos con caruchas, y más fotos desde distintos ángulos (tratando de sacar bien la enorme pelota de Tennis que colgaba en medio de la metálica estructura), atravesé el Sena y me adentré en los verdes pastos campos de marte, acompañado por infinidad de turistas (lo que me chocó un poco ya que en mi otra visita, realizada en temporada invernal, no había ni un cuarto de esta cantidad de gente) hablando todas las lenguas que la destrucción de la torre de babel desparramó por la tierra, y, siendo ya pasadas las 21:30, decidí que era un buen momento para clavarme un reparador croque Monsieur, postreado por una verdadera genialidad, un crepe nutella-banane, todo conseguido en un concurridísimo carrito allí estratégicamente ubicado, atentido por, cuando no, un par de tanos capos y multilingües. Me quedé un buen rato sentado en el pasto, morfando tranquilo con vista a la torre mientras esperaba que se hiciera de noche de una puta vez (cosa que terminó de hacerse evidente después de las 22:30) para poder sacar algunas fotitos con las luces encendidas, comenzando luego lo que sería un maratónico recorrido marcheril por algunos de los puntos turísticos más representativos de esta increíble ciudad.
Y, párrafo aparte, hay que reconocer verdaderamente que se trata de algo diferente. Realmente, qué ciudad hijadeputa! Es como esas minas histéricas de las cuales uno no puede evitar enamorarse a primera vista, y, aun sabiendo que no se tiene ni una chance, nos es imposible resistir a su hechizo, recorriendo uno por uno sus monumentos de inigualable magnitud, tanto en tamaño como en belleza, de la misma manera que uno stalkea una por una las fotos de su Facebook, alternando momentos de admiración extática con pequeños pero inevitables intervalos de inevitable cansancio, momentos en que uno se dice: mierda que el próximo monumento queda lejos y ya estoy liquidado de caminar, ya es hora de volver al hotel, del mismo modo que en el otro caso uno se repite: pelotudo, no pierdas más tiempo, borrala de una vez y olvídate, cosa que logramos por algún tiempito, hasta que la recepción de un inesperado (y obviamente neutro, pero que aun así cumple con su cometido) mensaje de whatsapp, o la evocación de la magnificencia del siguiente monumento nos convence de  nuevamente olvidar todos nuestros pesares y seguir adelante una y otra vez…
Y cierto es que podría haber tomado el subte, teniendo en mi poder el carnet de 10 tickets que cuya mitad seguro me terminaré metiendo bien en el orto (por suerte son chiquitos), pero soy de la opinión de que es un pecado meterse bajo tierra cuando se tiene tan poco tiempo para disfrutar se semejante espectáculo, y no me refiero sólo a los monumentos, ya que la ciudad es como una especie de gran monumento para mí, ya que prácticamente cada manzana ejerce sobre mí esa atracción irresistible que acabo de describir; de modo que, caminando, como Crom manda, uní la para nada despreciable distancia entre la torre y el robusto arco de triunfo (cerca del cual descubrí la estatua del capo de Artigas), recorriendo luego en su totalidad la increíble avenida de los campos elíseos, con sus anchísimas varedas pobladas por chetísimos locales y restós aterrazados primero, más agrestes después, llegando hasta la place de la concorde, con su icónico obelisco egipcio, desde donde, sacadas un par de fotos a la ya lejana  torre y a la Madeleine, seguí camino bordeando las Tullerías hasta encontrarme en la explanada del Louvre, precisamente frente al arco de triunfo del carrousel, a cuyo costado se encuentra un prolijo pero (a esa hora, aprox 00:30) oscuro jardín con laberinto, donde logré milagrosamente mantener el 0 en mi valla después de constatar que se trataba indudablemente de un punto de levante para yogurteros (para los que conocen la anécdota del viejo que me quiso levantar una mañana mientras paseaba a Benito, bueno, fue igual, pero en francés –hasta que fingí que no lo entendía y escapé…-, y sin perro) (al final parece que tengo más levante por ese lado… bua, al menos es bueno tener opciones…). El recorrido siguió (rápido obviamente), después de las fotos de la pirámide vidriada, con una bordeada del Sena, a cuyas orillas se podía observar infinidad de grupos de jóvenes reunidos para disfrutar de la tranquila noche, para adentrarme luego en la ile de la cité, donde saqué unas fotuchas a la no muy iluminada Notre Dame de Paris, y a la robusta estatua de Carlomagno.
Siendo ya la 1:30 pasadas ( y teniendo en cuenta que había dormido 4 horas nomás), creí conveniente comenzar la retirada, recorriendo antes de descender al subte unas bulliciosas y barcísticamente pobladas callecitas, regresando, luego de la interminable sucesión de combinaciones entre estaciones al hotel a eso de las 02:30 (las cosas no son tan rápidas como en la Ville Rose acá…).
A dormir que mañana va a estar movido también.          

(subo pocas fotos porque no tengo mucho tiempo, después las completo)












mayo 29, 2014

Día 26: Última jornada tolosana

Siendo otro día feriado (ya ni pregunto la razón, creo haber escucho algo de día de la ascensión, pero no sé de quién, y no creo que sea de shisus porque acá son todos ateos… tal vez de Napoleón…), habíamos planificado un viajecito a la ciudad de Cordes sur Ciel (Sophie me iba a llevar en tutú, porque ningún transporte público llega), pero como al despertarnos nos vimos limitados por una molesta y copiosísima lluvia, no tuvimos otra alternativa que desistir (quedarás para la próxima visita, querida y esquiva Cordes, junto con Rocamadour y muchas otras), lo que significó una mañana (y también parte de la tarde) de ocio absoluto.
Para arrancar entonces, después de remolonear en la cama unas buenas horas (continuando con mi lectura de las apasionantes aventuras del profesor Aronnax en los dominios del capitán Nemo), tuve un tardío (a eso de las 11:30) desayuno, sin mayores novedades, salvo que cambiamos de leche (la de ahora se llama “me encanta la leche de acá”, fuera de joda ese es el nombre), durante el cual aproveché y le saqué una foto a la grasa que quedó en el frasco del confit de pato.
Después, todavía abrumado por el exceso de sueño y a causa de que seguía sin darme tregua la puta lluvia, me dispuse a investigar duramente cual era la mejor manera de desplazamiento en, tanto para ir de acá al aeropuerto (porque a la hora que viajo mañana Sophie estará laburando y no podrá llevarme, buuuu), como también para realizar todos los trayectos parisinos que tengo previstos, por ahora para el viernes y el sábado. Obviamente, entre rato y rato de la ardua investigación (me tomó unas cuantas horas todo, ya les confesé que estoy cada día más setentista, especialmente con la tecnología) me entretuve sacándome autofotos a mi carucha con anteojos, y a la tarjeta personal de mi nuevo amigo (cierto que tiene connotación bala decir “mi amigo”, pero bua… hay que asumirse…) William, recién enterándome que nada más y nada menos es vendedor de satélites… hay que hacer más de éstos amigos, y menos de las mierdas que tengo…
La cosa es que se me hicieron eso de las 15 hs y todavía no había almorzado, pero como de repente se me ocurrió mirar por una ventana para constatar que acababa de parar de llover, me dispuse ráudamente a picotear lo poco que tenía a mano (el almuerzo no está incluído en el paquete, pobre mi anfitriona…), liquidando en tiempo récord una tostada enmantecada, dos huevos microondeados, medio tomate, y la estrella, el cachito superoloroso de camembert, para luego salir a la calle para lo que sería mi último paseo por esta anaranjada y acogedora ciudad. Obviamente lo primero fue pasar por mi amado y tranquilo parquecito del observatorio, para luego, desviándome de mi camino habitual, dirigirme hacia la parada más cercana del hasta ahora desconocido subte, donde logré con éxito hacerme de un tiquet, el cual utilizaría al día siguiente para la primera parte del trayecto al aeropuerto (preferí sacarlo con anticipación por si las moscas (o “au cas où” como dicen acá). De ahí me tomé una bici, descendiendo la empinadísima (en la foto no se nota) colina de Jolimont para luego continuar mi habitual camino (jean jaures, plaza Wilson, plaza del donjon) hasta la plaza del capitolio, la cual estaba completamente copada por una bulliciosa (y bastante pedorra en cuanto a los productos ofrecidos) feria, por lo cual decidí seguir camino, pasando después por los alrededores del puente nuevo (que es el más viejo), con sus barcitos aterrazados colmados a más no poder, para llegar, una vez cruzado el puente, hasta la parada de subte St cyprien, donde deberé bajarme mañana para tomar el colectivo 66, que me será el que me lleve al aeropuerto (otra vez aproveché para mejorar mis posibilidades de éxito transporteril).
Tranquilo ya con el tema del futuro traslado hacia el aeropuerto, continué mi alegre paseo atravesando de nuevo la Garonne, esta vez por el puente st Michel, arrivando a la no tan poblada (por el feriado) zona universitaria donde, después de rebotar en el cerrado cibercafé donde tenía planeado imprimir el pase de abordo, y, lo verdaderamente importante, el billete de ingreso a roland garros para el sábado, conseguido después de 2 horas reloj de lucha feroz contra el resto de los buitres cibernéticos que, seguramente como yo, no dejaron un segundo de clickear en la página de reventa oficial (viagogo se llama) cada vez que aparecía un asiento disponible, el cual generalmente desaparecía al instante… hasta que finalmente la benévola Nike se dignó a escaparse un rato de la mano de atenea para brindarme un poco de su victorioso talento, lo que me permitió hacerme con la entrada; seguí recorriendo pacmanísticamente algunas calles conocidas y otras no tanto, para llegar finalmente, después de despedirme de la iglesia de San Sernin y el restaurante Sherpa, a mi queridísima boulangerie artesanal, en la cual, además de comprar un par de megabaguettes (se llaman flute) que Sophie me había pedido, decidí también darle una chance a una tartita de limón y una masita rara con forma de higo ante cuyos cariñosos guiños de ojos no pude resistirme. No hubo conflicto en mí para decidir el lugar más apropiado para la merienda, ya que el borde del río tenía todos los números, así que, una vez allí, me dispuse a retiran los coquetísimos envoltorios y degustar las interesantes creaciones, de las cuales, debo reconocer, la verdad no me quedó una muy buena impresión, especialmente el higo, que se trataba de una costra de mazapán, rellena con una extrañísima y muy alcoholizada crema frutada que no me convenció para nada (y casi que no le gustó siquiera a los patos que se me acercaban nadando cual si fueran palomas en una plaza). Una vez terminadas las azucaradas colaciones, y estando tan perfecta la tarde, con la temperatura justa, el tranquilo paisaje, y hasta de yapa la musicalización de fondo de una parejita de hippies que tocaban una extremadamente armoniosa combinación de guitarra y violín, tan perfecta para la ocasión que no me quedó otra que tirarme de espaldas mirando al cielo y disfrutar, realmente como pocas veces, lo lindo que es, ya no sólo estar de vacaciones acá, sinó estar vivo en general (ya que son pocas las veces en las que puedo decir que realmente se frena por completo mi cabeza, que siempre está en constante proceso de análisis, -lo que no significa que lo que pienso sirva para algo, simplemente quiere decir que no para de pensar, aunque sean pelotudeces, pero casi nunca para-). Realmente, mismo dentro de su simpleza (difícil es compararlo con la foto con el mago Hernández, o la cercanía de Arnold, ni mucho menos con haber cenado a metros de John Snow) fue algo memorable, teniendo como único punto negativo el hecho de que no lo pude compartir con nadie (snif, es el triste destino de los incurables buscadores de quimeras… por no decir los tipos insoportables como yo…), pero bua, al menos los tengo a ustedes… (eso es aún más triste, jajajajaja…). (parece que las despedidas y la inminencia del regreso me sensibilizaron un poco y expuse mis sentimientos más de la cuenta… es una lástima que ahora que leyeron esto deban morir…).
Liberado del hechizo paiságístico-musical, encaré una última visita cicística, primero para el lado del jardín real, con su coquetísimo puente comunicado con la gran rotonda central, pera luego bordear el tranquilísimo canal du midi, antes de devolver la bici y remontar de nuevo hasta el departamento, donde Sophie me esperaba para un último evento social, la visita al suburbano hogar de Theo, el menor de sus hijos, tratándose dicho alojamiento nada más ni nada menos que un barquito (acá le llaman Peniche) anclado en el pequeño puerto de la cercana ciudad de Ramonville (que por suerte nada tiene que ver con el riojano hijodeuncontainerllenodeputas del pelado Díaz). Durante el corto trayect tuve la chance de pispear la gigantesca y verdadera “ciudad universitaria” de Toulouse, donde, además de encontrarse las distintas facultades, también se alojan los estudiantes, en lo que termina formando un enorme conglomerado de edificaciones, algunas pintadas de manera muy llamativa, abarcando unas cuantas hectáreas.
Una vez en la Peniche, y después de un breve pero entretenido paseo en canoa por el canal, nos dispusimos a lastrar sin contemplaciones la deliciosa picada que Sophie había preparado, compuesta por variedades de fiambres y quesos, minitomates, pepinos, unos interesantes champignones blancos bañados en jugo de limón, quiche lorraine, otro tipo de tarta, una ensalada de atún y una deliciosa morcilla de esquivo nombre, todo acompañado por un fresco gaspaccio y varios vinos (no recuerdo sus nombres), para finalmente poner el broche con un supercamembert, otro quedo de cabra que tenía una interesante costra formada por hongos y ceniza, y una copita de Jim Bean Honey. Como obviamente el whisky no fue suficiente bajativo, a continuación realizamos (la partida eramos Sophie, Paul, Theo, Laurent (el ex marido de sophie, padre de los chicos) una reparadora caminata por los alrededores del barrio portuario de la ciudad Ramón, disfrutando de la increíble calma reinante, y hasta teniendo la suerte de presenciar una muy linda puesta de sol (a eso de las 22…).
Después sólo restó tiempo para las tristes despedidas de Laurent y de los chicos, quienes realmente se portaron de 10, haciéndome sentir todo el tiempo como en casa, seguido de lo cual regresamos a Jolimont, para saborear la última tisana previa a mi viaje de mañana.