Tal
como lo había anticipado, arrancamos tempranísimo para esta vez no
tener problemas, como había sucedido con el vuelo anterior. De
nuevo, la verdad no recuerdo (en condiciones normales mi memoria no
llega a una semana atrás – por eso escribo los viajes - , así que
es obvio que no me voy a acordar de un pasaje que saqué hace meses)
cual habrá sido el motivo por el cual elegií voluntariamente
semejante martirio, pero lo cierto es que eran las 3 de la mañana y
estabamos desayunando, esperando la llegada del taxi que nos llevaría
por segunda vez hasta el aeropuerto O'Hare. La elección del tacho
como medio de locomoción se basó principalmente en la fundada
inquietud de Walter sobre la periodicidad del subte a esa hora, y
también en que, a causa de que la temperatura había subido un poco,
lo que en las condiciones anteriores hubiese sido una tranquila
nevadita se había convertido en una molesta lluvia, y eso hubiese
molestado en gran manera la parte de caminata obligatoria hasta
alcanzar el subte.
De
ese modo, en pocos minutos (y por no tanta plata como creíamos, lo
que marca lo caro que es el tansporte masivo en relación al taxi)
nos encontrábamos haciendo el check in (bah, esperando a que se
abriera la cola para hacer el check in, porque llegamos
tempranísimo...).
(pensándolo
bien, más allá de que no lo recuerde, calculo tener la respuesta:
seguramente guiado por mis instintos ratoneriles, saqué este vuelo
lowcost, cuya accesible tarifa – apenas superior que la del taxi
hasta el aeropuerto – presenta la desventaja de tener una escala,
y, lo más triste es que en realidad la escala se trata de una idea a
Boston, desde donde venimos, para esperar una horita ahí, y recién
salir para Washington, llegando al mediodía. Corolario: si no sacaba
a las 6 am, perdíamos casi todo el día en vuelos...).
Tuvimos
la suerte de, vaya a saberse por qué razón, que nos dieran para el
primer vuelo unos asientos con espacio bonificado (se llaman “even
more” en Jet Blue), así que casi se podría decir que lo
disfrutamos; y siendo el segundo vuelo tan corto, tampoco tuvimos
tiempo para sufrirlo, así que en un tris tras ya estábamos en
Ronald Reagan, el aeropuerto de la ciudad de Washington. La conexión
con el hotel la realizamos subte mediante, debiendo lidiar
inicialmente con la más inentendible máquina expendedora de
tickets, y después con la escasa señalización de las lúgubres y
para nada modernas estaciones de la mentada urbe.
Obviamente
también se requirió un pequeña (bah, no tanto) etapa de caminata
valijeril, la cual al menos sirvió para comprobar la primer
diferencia entre la capital y las otras ciudades visitadas,
relacionada con la altura de los edificios, no pareciendo ninguno
superar los 10 pisos.
Lamentablemente,
una vez en el hospedaje, ubicado en una tranquila localidad
residencial (lo que quiere decir que no hay un local comercial a
varios metros a la redonda), parece que al conserje se le había
olvidado sacarse la gorra, porque no tuvo ningún miramiento en jugar
la carta de “todavía no son las 15 hs, así que no les puedo dar
su habitación”, obligándonos a salir nuevamente sin descansar,
pero al menos pudiendo dejar allí nuestros bártulos.
Sin
rumbo definido partimos entonces, con la idea de hacer un poco de
tiempo antes del check in, pero, el vislumbrar un atisbo de la Casa
Blanca, escondida al fondo de una avenida finísima y superpoblada de
embajadas y otros edificios importantes, desató una nueva y
desgantante maratón turística.
Después
de visitar la paradójicamente albina morada del negro Obama (y de
los queridos Francias y Claire, quienes obviamente estuvieron
presentes, en forma de ploteado de colectivos), cuya insípida
fachada nos defraudó un poco, seguimos el derrotero gasta suelas por
las monumentales edificaciones de estilo clásico (como la mayoría
de las construcciones que vimos) que alojan al departamento del
tesoro, el de justicia y a la aduana, pasando también, ya
transitando la pomposa avenida Pennsylvania, primero por la
construcción de lo que va a ser un llamativo hotel del pordiosero
Trump, la oficina del FBI, y el archivo de los EEUU, con unas
estatuas muy locas de tipos domando caballos, y otras de frases
copadas.
De
ahí nos metimos en el primer museo de la jornada (porque una cosa
muy buena de la ciudad es que casi la totalidad de los museos son
gratis), siendo precisamente la National Gallery of art, otra
monstruosa conjunción de materiales, también de estilo clásico,
pero bastante sobrio (pufff, la fruta que estoy mandando... pero
bueno, a ver si hay alguno que se acuerde cuáles son los capiteles
dóricos, jónicos, o corintos). Allí, además de presentarse la
obra de un tano renacentista llamado Piero Di Cosimo, también se
exponían infinidad de pinturas, esculturas, y quién sabe qué otras
cosas, pero calculo que todas serían de cuatro de copas segundones
como el tal Di Cosimo (no tengo que agregar que de arte no cazo un
fulbo, aunque me quedé contento porque al menos identifiqué un
Rembrandt), y, sea como sea, lo único que me terminó conmoviendo
fue el entorno, con las increíbles dimensiones y lujo de los
espacios expuestos. Lo que también era enorme era su gift shop, que
además contaba con la particularidad de albergar un patio de comidas
al peso, en el cual decidimos, siendo más de las 15, recuperar un
poco nuestras energías (y además de sorprendernos con su presencia
en un museo, también nos sorprendió lo salada de la cuenta... eso
me pasa por bajar la guardia creyendo que la comida al peso tiene que
ser barata sí o sí, por más mediterránea que sea...).
A
la salida casi que nos topamos con el edificio del parlamento, el
terminamos fotografiando a la pasada un poco desganados, ya que las
obras que le estaban realizando le sacaban bastante glamour, y
decidimos seguir de largo para comenzar con la serie de los museos
Smithsonianos, de los cuales no tengo idea quien será el Smith que
inspira sus nombres, pero sí puedo decirles que se tratan todos de
edificios imponentes, cada uno con su particular estilo, y, como
había mencionado, gratarola. Por último, la característica más
importante de éstos museos, que al menos ya se me había presentado
en la galería de arte, y es que todos venden un humo impresionante,
propagandeándose a lo loco, para al final ser medios pelos.
Ese
fue el caso del primero al que entramos, el museo de los indios, o
algo así, otra estructura grandilocuente, con modernísimas formas,
para albergar en su interior apenas un par de canoas y otras
boludeces.
El
segundo, y último del día, ya que a las 17 cierran todos, fue el
verdadero fiasco de la jornada, el museo del Aire y el Espacio, hogar
de innumerables maquetas, réplicas, o quien sabe si son los
originales, de varias aeronaves históricas, desde el Espíritu de
San Luis, hasta el Apolo 11. Qué se yo, la verdad no sé lo que
esperaba ver, pero lo cierto es que me parceció medio de utilería,
y tampoco ayudó para nada que el lugar estuviese plagado de
escolares revoloteando por doquier.
Nos
quedan por ver el de historia natural (al cual no creo que vaya, fuí
el año pasado al de La Plata...), el del holocausto (el de Berlín
debe ser mejor), y el de historia americana (a quién le importan
estos yanquees?), así todavía resta decidir si los meteremos entre
nuestro recorrido de memoriales de mañana.
Para
ir terminando lo larguísima jornada, seguimos la caminata
dirigiéndonos hacia el monumento a George Washington; ese
inconfundible obebelisco ubicado en el otro extremo del National
Mall, justo detrás de la Casa Blanca, y entre el Parlamento y el
Memorial de Lincoln; donde, no pudiendo subir a causa de la hora (y
de que parece que hay que hacer una cola bastante larga de madrugada
para conseguir entrada), al menos nos sacamos un par de fotos antes
de emprender la retirada hacia el hotel, prácticamente esquivando la
enorme cantidad de corcochos trotadores (lo que terminó de sacarme
las ganas de trotar, al menos hoy), tarea que nos costó bastante más
de la que creía, probablemente por las escasas horas de sueño (me
sigo sacando el sombrero ante la resistencia de Walter, creo que voy
a tener que terminar aceptando que esas cremas Goicoechea que trajo,
y tanto putié, tienen algún efecto positivo...).
Una
vez allí, efectuado con éxito el check in, fue momento de descansar
y disfrutar de los pocos ratos en que tengo uso del control para ver
algún capítulo de Seinfeld, bálsamo reparador entre la inacabable
serie de telenovelas mexicanas de las cuales Walter ya se hizo
dependiente (con nombres como “Hasta el fin del mundo”, “Que te
perdone Dios”, “Yo te amo, mi amor”, y ”No sé qué otra
mierda” - bue, ese no es el nombre verdadero, pero... - ).
Qué barbaros los relatos tan detallados!y el aguante de Cris sobretodo después del madrugon!Mas livianos de ropa! En NY vas a tenerbuenos museos!Gugenheim,Moma,etc.
ResponderEliminarLindisimo todo!!!
BESOS!!!Ana
Sí, hoy se vino la calor. Gracias Ana!
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