Desayuno
en la habitación mediante (proveído por nuestro supermercado
hipster de la vuelta, lo que lo hizo rico en productos orgánicos,
como jugos, yogures y frutas), salimos a la calle para toparnos con
un cielo completamente nublado, y una temperatura nuevamente inferior
a la de congelación del agua (acá lo nomenclan 32 F creo), lo cual
hizo que agradeciera otro de los atributos caretas del hotel, la
existencia de tasas de café para llevar en la habitación.
Nuestro
primer destino, al cual arribamos después de recorrer nuevamente
algunas de las hipnóticas cuadras de la Magnificent Mile, era el río
Chicago, en el cual abordaríamos un barquito (tipo catamarán) que
nos llevaría a realizar un completo recorrido arquitectónico de los
alrededores. Antes de proseguir quisiera aclarar que, si normalmente
no sé un joraca de nada, mucho menos voy a saber de arquitectura,
así que tomen con especial cuidado las mentiras con las que los voy
a intentar embaucar a continuación. Hecha la aclaración, continúo
con la ilustración de los hechos.
Como
les había dicho anteriormente, la cosa estaba bastante fresca, de
modo que, a pesar de la insistente sugerencia que los arremolinados
copos de nieve que caían sobre mi gorrito parecían hacerme para que
realizara el recorrido en la cabina cerrada del barco (ubicada en lo
que sería la planta baja) (se nota que tampoco sé nada de barcos,
no?) (qué sé yo, tal vez tenga un nombre especial, como puente
bajo, etc...), decidí que los más de 30 verdes invertidos bien
valían el sacrificio del frío extra para poder ver bien los
edificios (Walter, por su parte, no entendiendo casi un joraca de la
lengua shakespiereana, se decidió por el lado de la comodidad). Así
que, en estado de tiritada contínua, soporté estóicamente la casi
horita y media que duró el interesante recorrido, durante el cual
la guía nos atosigó con infinidad de nombres de arquitectos
rarísimos (no me pidan que me los acuerde, eran rarísimos), datos
de altura y millas cuadradas de todos y cada uno de los rascacielos,
las empresas que los encargaron, su costo, etc, etc, etc. Lo pongo
así, como si hubiese sido tedioso, pero la verdad, fue muy
interesante, especialmente el aprender sobre los distintos estilos
(art-deco, postmodernismo, neogótico, etc), y los datos históricos
sobre el incendio de 1871 (o por ahí), y de cómo los chicagueanos
se recuperaron atrayendo arquitectos ambiciosos de todo el mundo que
venían en busca de gloria.
Particularmente
me llamó la atención un dato muy curioso, al parecer, en la época
del incendio, el río estaba tan contaminado que también se prendió
fuego... sí... pero lo más loco es lo que hicieron para solucionar
el problema. Como en realidad lo que les molestaba era que el río
fluía hacia el lago Michigan, desde donde la ciudad se nutre de agua
potable, se les ocurrió que para arreglar todo lo único que tenían
que hacer era revertir el curso del río, y fué así como, mediante
una serie de canales, lograron desviarlo, haciendo que, después de
una serie de fusiones con otros ríos, toda su mierda terminara en el
Golfo de México. Capos. Lo que no me quedó claro es cómo carajo
mantenían el nivel del lago, así que se lo pregunté a la guía, y
su respuesta fue mostrarme una represa que sirve de separación entre
dicho espejo de agua y el río, lo cual de todos modos no despejó
mucho mis dudas (tampoco entiendo un carajo de hidrodinámica, o como
carajo se llame lo que estudia eso), pero no me dió para
repreguntar. Otras cosas que llamaron mi atención, la presencia de
un para de campamentos de homeless a orillas del río (ya hablaré de
esto en otra entrega, porque es sorprendente la cantiadad que hay en
la ciudad, y aún más sorprendente el cómo sobreviven, porque el
frío realmente es insoportable); y el descubrimiento de un yatecito
llamado “Summer of George”, seguramente basándose en un
memorable capítulo de Seinfeld (el que lo vió sabrá a lo que me
refiero, el que no, que la chupe!).
Terminado
el aleccionador paseo, agradecí fervorosamente la posibilidad de
volver a poner mis pies en movimiento, ya que la con estaticidad
sobre el barco había llegado a tener un dolor insoportable en los
casi congelados dedos de mis pies, y continuamos el itinerario
cruzando el puente de la avenida Michigan (siendo el río tan
angosto, prácticamente hay un puente por cada calle, lo que es muy
bueno para el tránsito, pero lo que se reciente es la belleza,
porque la verdad es que son más feos que los puentes de la Boca),
dirigiéndonos hacia el Millenium Park, lugar en el cual se emplaza
la Cloud Gate, o The Bean, para los amigos (el otro es el nombre
verdadero, que no usa nadie), estructura metálica icónica de la
ciudad, apodada de esa manera a causa de su similitud con un poroto o
una habichuela.
Lamentablemente
había mucha gente pululando por doquier, de modo que no pudimos
sacar buenas fotos de su característica superficie exterior super
reflectiva, por lo cual decidimos seguir adelante, topándonos a los
pocos metros con la granítica imponencia del Chicago Art Institute,
un seguramente muy interesante museo, especialmente debido a su
importante colección de pinturas impresionistan, pero que de todas
formas no logró convencernos de visitar más que su tienda de
souvenirs, en la cual debo decir que permanecimos largo rato,
tentándonos con su interesantísimo material, y recuperando un poco
de calor.
Y
hablando de calor, las horas habían transcurrido con velocidad,
llegando a sonar casi las 16, así que decidimos que no podíamos
posponer más el ya ancianísimo almuerzo, y aprovechamos la
oportunidad para probar uno de los lugares más promocionados en
todas las guías de la ciudad, Giordano's, una famosa pizzería que
se especializa en una renombrada (por ellos) pizza rellena (bah,
ellos le dicen “stuffed”, yo no sé como traducirlo de otra
manera). Lo cierto es que, después de esperar los 40 minutos que,
según ya se avisa en la carta, tarda en hacerse la pizza, lo que
recibimos no es mucho más que una tarta, con masa pastafrolesca y
todo, y que en realidad no es rellena, sino simplemente con el queso,
la salsa, y lo que uno quiera ponerle, en su interior, pero sin
cobertura. No les voy a decir que no es rica, porque la verdad es que
estuvo muy aceptable, pero lo cierto es que, y eso que no suelo hacer
autobombo, no hay pizza como en Argentina.
Doblemente
calóricamente cargados, caminamos media cuadrita desde la
peluquéricamente llamada pizzería hasta posarnos en la base del
rascacielos más alto de la ciudad (y creo que de todos los EEUU), la
Willis Tower (anteriormente llamada Sears Tower), en cuya cima se
encuentra el famoso Skydeck, una especie de balcones de vidrio que
permiten (si uno vence el cagaso) observar el vacio por debajo de
nuestros pies, a unos 104 pisos de altura. Por suerte, el valor de la
entrada también incluye la posibilidad de observar una interesante
peliculita que habla de la historia de la construcción de los
rascacielos de la ciudad, y los compara con el resto de los edificios
del mundo (en la actualidad le ganan uno en taiwan, y creo que las
petronas de Kuala Lumpur y el Burj Califa de Duvai, pero también
hablaron de la construcción de unos monstruos del doble de altura,
todo por esos países locos de oriente). (Ah, en las guías se habla
mucho de un rascacielos que está en construcción en Chicago, de un
arquitecto Español, creo que es el mismo que hizo en Buenos Aires el
puente de la mujer, un tal Santiago Cometravas, digo, Calatrava, pero
hay que aclarar que al parecer ese proyecto está paradísimo, porque
afuera de las guías, en ningún lado se lo menciona.
Bueno,
como no podía ser de otra manera siendo un día nublado, una vez que
subimos (ah, el ascensor está bastante copado, y, si bien no es tan
rápido como el de la torre Hancock, que ya que estamos es el segundo
más rápido del mundo, compensa con un sistema de grafiquitos que
van ilustrando hasta la altura de qué monumento uno va ascendiendo
en cada momento, arrancando creo que por el coliseo, para pasar por
las pirámides, la torre Eiffel y muchas más, hasta terminar
pasándole el trapo al Empire State) (parece que hay bastante pica
con NY), nos topamos con la deprimente noticia de que la visibilidad
estaba notablemente disminuída, pero eso no impidió que
disfrutáramos del momento, y que, después de hacer una cola
considerable, pudiéramos sacar las fotos de rigor en los balcones de
vidrio.
De
nuevo en la superficie, y luego de cruzar el extensísimo gift shop
de la torre, salimos a la hostil realidad, que nos esperaba con un
frío viento que parecía comandar los copos de nieve de modo que se
estrellaran diréctamente en mis globos oculares (esa se la robé a
uno de los hijos de Flanders), y todo el combo se completaba con la
incipiente oscuridad que anuncia la llegada de la noche, de modo que,
después de pasar por el extrañísimo edificio de la Ópera (creo
que tiene un rascacielos arriba), y darle una segunda oportunidad a
las fotos del Bean (el cual lamentablemente seguía con bastantes
visitantes), concodamos en que se había hecho la hora de regresar a
nuestro glamoroso barrio, para el merecido descanso de la jornada.
Jp!!! tienen que probar los pochoclos de Garret's !!!!! son buenisimos !!!!
ResponderEliminarbesoooo
Nurs
Razias nurs, riquicerdísimos!!!
EliminarBuenas fotos con el S6...
ResponderEliminarjajajaja, que manzanero sos.
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