Algo
recuperados, comenzamos la jornada con miras a dar uso a algunas de
las otras actividades típicas de la ciudad, provistas por la city
pass, de modo que, ya como peces en el agua en cuanto a lo que
transportísticamente se puede hablar, realizamos una combinación de
subte, minicaminata (que nos permitió ver de día la zona de Times
Square), y bondi; nos apersonamos en las inmediaciones del muelle 83
(ubicado al extremo oeste del pulentosamente nombrado barrio de
Hell's Kitchen), para redimir nuestros tickets en la oficina de la
empresa Circle Line Cruises. Allí, después de informarnos que el
próximo barco no partiría hasta dentro de un par de horas,
decidimos redimir otro de nuestros tickets en una atracción que se
encontraba exactamente a un muelle de distancia, la visita al USS
Intrepid, monstruoso portaaviones de la Marina, cuya enorme
estructura ya se podía apreciar amarrada a pocos metros (juro que
todavía no me explico cómo no se flota una bestia semejante).
La
cagada en este caso, fue que una de las particularidades de esta
atracción es contar con un lentísimo sistema de control de los
visitantes (muy similar al del aeropuertos), de modo que ni el city
pass nos sirvió para evitar perder casi media horita en la cola, lo
cual, acortando de antemano la visita a no mucho más de una hora,
hizo que fuera indispensable un tratamiento light, lo cual no me
alegró mucho, dada mi confesa pasada pasión por topgun y ese tipo
de boludeces (en algún momento de mi adolescencia hasta quise ser
piloto, realizando una pre-prueba de aptitud física... sí... snif,
snif, pensar que mi visión en esa época era 10 sobre 10, y ahora
necesito anteojos para ver el pizarrón...). Ah, y dado que la alta
cantidad de empinadas escaleras conspiraba contra la movilidad de
Walter, decidimos separarnos, quedando ella sobre todo en la planta
principal, mientras yo me escabullía entre el resto de las
estaciones y el puente. Vale agregar que, además de todo lo que
tiene que ver con la vida en el portaaviones y con su manejo (desde
cómo dormían, qué comían, cómo se comunicaban, cómo lo
operaban, etc) (cosas que uno no puede llegar a entender, viendo las
consolas limitadísimas con las que contaban); y todo lo que tiene
que ver con los aviones que allí fueron utilizados a lo largo del
tiempo, la exposición también incluye un submarino nuclear (al cual
no entré por falta de tiempo), el concord que realizó el último
viaje entre Londres y NYC, y el transbordador espacial Enterprise, el
cual era expuesto justo con una muestra por los 25 años del
telescópio espacial Hubble; todo realmente muy interesante.
Pero
bueno, el tiempo es tirano, y ya era hora de abordar el crucerito, de
modo que me troté la distancia que me separaba del mismo, y, debo
admitirlo, con una cuota de alivio bastante grande, me reencontré
con Walter ya a bordo, donde, como siempre, tuvimos nuestro almuerzo
tardío, esta vez compuesto por unos interesantes sandwichs de
pavita, vendidos en el bar de popa.
En
cuanto a la travesía, el barco nos llevó, durante el transcurso de
unas 3 horitas, nada más y nada menos que por todo el perímetro de
la isla de Manhattan (navegando los ríos Hudson, East, y Harlem) lo
cual obviamente proveyó a nuestras avídas cámaras de imágenes de
todo tipo, desde la casi infinita variedad de siluetas de complejos
de edificios, destacándose el Chrysler, Empire State, la Onu, World
trade Center, etc; la estatua de la libertad (vista de todas los
ángulos posibles (mentira, de atrás no), una inmensa cantidad de
islas, y los 16 puntes que unifican la isla con sus alrededores; todo
acompañado por la contínua parla de un guía, que no paró de tiran
datos interesantes durante todo el recorrido (los cuales ya ni me
acuerdo, porque no tengo qu repetirles que duró 3 horas), como la
compra de la isla, la fundación Holandesa de Nueva Amsterdam (como
colonia internacional con el objetivo de comerciar pieles, por eso
cambiaron uno de los colores de la bandera) y Nueva Harlem; la
extorsión inglesa que logró cambiar la soberanía (y el nombre, a
favor del duque de York), y miles de cosas más (que feo es tener
mala memoria). Joyitas, como el primer cartel con luces de Neón,
hecho por la Pepsi, que todavía sigue en pie; y la historia de cómo
compitieron el Chrysler y el Empire por ser el edificio más alto,
ganando éste último solo para casi quedar en bancarrota, hasta que
se les ocurrió vender entradas para el observatorio en la cima;
completaron lo que fue otra experiencia muy recomendable (sí, sé
que hay paseos gratis a la isla, etc, etc, pero esta vuelta entera
creo que suma muchísimo en la exploración de la ciudad.
Nuevamente
en tierra, la idea fue seguir con la onda arquitectónica, así que
nos fuimos de nuevo para el lado de la 5ta avenida, un poco menos
comercial a la altura de la calle 42, zona por la cual se puede
encontrar la magnífica biblioteca pública de Nueva York, cuyos
lujosísimos cielorasos y amplios halles, sumados a las altamente
ornamentadas salas de lectura, y a su tentador gift shop, como
siempre cargado de mercadería casi irresistible, la hacen un destino
dificil de eludir; y también, a pocas cuadras, nos topamos con el
superlativo glamour y volumen de la populosa Grand Central Términal,
una increíble estación de trenes, cuyo altísimo techo
representando las constelaciones, y su aparentemente improvisada
Apple Store, justifican por sí solos cualquier desvío en la ruta
para conocerlos. (Ah, en las inmediaciones de la biblioteca se pueden
encontrar citas literarias en el piso, entre las cuales nos topamos
con una traducción de un extracto de Borges, creo que “La muerte y
la brújula”).
Ya
siendo eso de las 19, fue hora de caminar las escasas cuadras que nos
separaban del Empire State, para finalmente descubrir qué tan buena
es la famosa vista que allí se ofrece. La idea era tener la
oportunidad de agarrar los últimos instantes de luz solar, para
matar dos pájaros de un tiro captando también el ocaso y la noche,
pero lo que lamentáblemente no tuvimos en cuenta fue la extensísima
cola que había que realizar (teniendo o no el city pass), cuya
disposición al mejor estilo del jueguito pedorro de la serpiente que
va comiendo puntitos (que estaba en los celulares, y creo que también
en youtube hasta hace al menos no mucho) significó la pérdida de
una buena horita, y eso que al segundo ascensor (que va desde el piso
80 al 86) me lo saltié, subiéndolos por las escaleras (tal era el
atraso que había por culpa de la gran demanda turística, que
sugerían eso a la aburrida gente), lo que se tradujo en que no
llegamos casi a ver el día desde arriba, teniendo que conformarnos
sólo con las fotos de luces ya encendidas, y con las oscuras.
Comida
otra molesta fila para realizar el descenso, lo cual terminó de
enemistarme definitivamente con esta torre de mierda (aguanten la
Willis y la Hancock, de Chicago), nos sacamos un poco la mufa con una
sesión de chusmeada de locales y de shopping nocturna (agaunte el
Old Navy de la 34!), regresamos al hotel a eso de las 22:30, dónde
tuvimos nuestra merecida cena y reparador descanso.