Habiendo concluido con éxito la faena (muy loco entrar a semejante negocio arrastrando las valijas, eso es desesperación por comprar, un buen manager de local hubiese estado atento a retocarnos el precio porque era obvio que teníamos la idea fija…), nos tomamos un micro llamado TXL (cuya tarifa estaba afortunadamente incluídada en nuestra tarjeta Welcome) justo ahí, en Alexanderplatz, cuyo destino sería, después de pasearnos por muchos barrios que no habíamos visitado de Berlín oeste (por suerte, porque no nos dijeron mucho) durante unos 50 minutos, el relativamente pequeño aeropuerto Tegel. Allí, luego de despachar las valijas, rogando para que nuestro esfuerzo ingenieril de reducción de peso diera resultados (zafamos justelli, bah, en realidad una valija se pasó, pero hicieron la vista obesa) (malditos souvenirs, no parece, pero algunos pesan bastante…) pudimos tomarnos un tiempo de relajación, y de paso de festejo y prueba de nuestros flamantes chiches, tiempo que se prolongó porque el avión terminó saliendo con 1 hora de retraso aproximadamente.
El viaje, que sería relativamente corto, se nos pasó volando (cuac), especialmente por el hecho que lo torramos casi por completo, excluyendo la despertada justo a tiempo para aceptar el snack y jugo de tomate ofrecidos a bordo. Recién casi aterrizando comenzamos a echar un vistazo al paisaje, que se presentaba como grandes extensiones boscosas, interrumpidas continuamente por espejos de agua (sean lagos, fiordos, ríos, solo Odín lo sabe, o algún sueco tal vez también), y muy pocas zonas pobladas.
Una vez aterrizados, nos dirigimos a la oficina de información turística, donde fuimos muy gentil y eficientemente asesorados por una joven empleada (quien por no ser rubia, alta y de ojos celestes imaginé que ostentaría una nacionalidad distinta a la sueca, pero después descubrí que no fue un buen parámetro de diferenciación, al menos acá en Estocolmo) (Ah, creo que me había olvidado de poner que veníamos acá… bue, ya lo dije), gracias a lo que pudimos tomarnos sin problemas un colectivo que nos depositó en la terminal central de Estocolmo aproximadamente 45 minutos de travesía, autopística mayoritariamente.
Hasta ese momento todo había sido perfecto, moviéndonos con tranquilidad como peces en el agua por el sereno y poco concurrido aeropuerto Arlanda, pero el momento en que bajamos las escaleras (mecánicas algunas, otras no) del subte en la estación central, la cosa se complicó. No sólo teníamos que andar esquivando las hordas de personas que nos pasaban a diestra y siniestra a velocidades impresionantes, sino también descifrar la extrañísima organización de sus subtes, pasando por el mismo andén, de un lado una línea con un destino, del otro lado otra línea con otro destino distinto (en lugar de ser la misma línea, con destino opuesto al de enfrente), y así, haciéndonos unas galletas tremendas que nos costó bastante deshacer, mientras seguíamos esquivando muñecos que salían de todos los rincones (debía ser la hora pico de los estocolmenses). Bueno, al final logramos dar con el andén indicado, y después de bajarnos en la parada que la chica nos había indicado, y una apreciación simple del mapa hubiese también seleccionado como correcta, nos desplazamos con nuestras ruidosas maletas rodantes atravesando un alegre y pintoresco barrio, rebosante de laburantes y vecinos que aparentemente terminaban sus jornadas laborales tomándose algo en las terrazas de los barcitos, o simplemente disfrutando del benigno clima (estaba para remerita, con un cielo celeste de la ostia) (ah, el clima es un capítulo aparte en éste viaje, el orto que tuvimos no tiene nombre) sentados en bancos de plaza, con dirección al hotel, el cual, según se suponía, debíamos encontrar a pocas cuadras en una zona portuaria, ya que se trataba de un barco.
Nos llamó la atención el hecho de tener que subir cuestas y escaleras, suponiendo que el puerto no estaría en un sitio elevado, y nuestra presunción probó tener fundamento cuando de repente descubrimos que estábamos en una especie de peñón, con una inmejorable vista de toda la ciudad, entrecortada constantemente por puentes conectando islas, y canales con un agua tan calma y cercana que casi invitaba al chapuzón. También pudimos ver desde allí a nuesto barco-hotel, horrorizados ante el enorme esfuerzo adicional que significaría encontrar la bajada hacia el puerto desde nuestra elevada y visualmente ventajosa posición.
Con la lengua afuera, pero más que felices, tanto por el hermoso paisaje como por el éxito conseguido, llegamos al hotel, hicimos el check in, e inmediatamente pasamos a inspeccionar nuestro camarote, el cual logró sacarnos una nueva sorpresa, siendo aún mucho más pequeño de lo que imaginábamos, ya que apenas hay lugar siquiera para un pequeño catre, único lugar en el cual podemos abrir las valijas además, ya que casi no hay piso, y ni hablar del tamaño del baño, en el cual tendremos que ducharnos sentados en el inodoro… pero bueno, es algo pintoresco, no? Además, los espacios comunes del barco son fabulosos, y tienen una vista increíble, así que se compensa muy bien la cosa.
Descansamos un rato, mientras nos terminábamos de hacer a la idea de lo molestas que serían las duchas matinales, y después salimos, a eso de las 18 hs, a realizar un primer reconocimiento de la ciudad, de la cual no teníamos (ni tenemos) la más remota noción ni de su arquitectura, historia, ni puntos de interés a visitar. Dicho desconocimiento, que obviamente puede ser negativo, probó también jugar a nuestro favor a causa de la enorme y grata sorpresa que nos llevamos al adentrarnos más y más en este hermoso centro urbano.
Arrancando desde una de las múltiples zonas portuarias (no puerto como el nuestro, feo y plagado de containers), caminamos por la costanera, lindante también con el precipicio, que habíamos tenido que bajar para llegar, cuyas casas y parquecitos en las alturas nos resultaron aún más encantadores (seguramente porque no estábamos cargando las valijas), rumbeando hacia el puente más cercano que nos llevaría a la primer isla adyacente, llamada Gamla Stan (a no confundir con la canción del coreano), la cual, según intuímos y algo leímos, se trata de la ciudad vieja, donde se fundó la ciudad. Durante el trayecto, además de admirar el bello y ordenadísimo paisaje, e ir percatándonos de que las construcciones tienen un estilo muy similar al del resto de las ciudades europeas, en lugar de poseer un estilo vikingo rarísimo como nos imaginábamos (lo que igual no nos desilusionó), también pudimos ser testigos de la enorme cantidad que hay de estocolmenses deportistas, ya que tanto ciclistas como corredores (ataviados con la hasta ahora más moderna ropa deportiva y con bicis de carrera de puta madre), se paseaban a nuestro alrededor en la mayor densidad que ya hayamos visto.
Una vez cruzado el puente, ya en la Gamla, la idea de una ciudad vikinga terminó de irse de nuestras cabezas, porque nos encontramos con una típica y bellísima ciudad medieval europea, con sus estrechas callecitas adoquinadas cruzándose entre sí de forma azarosa, a causa de sus trazados irregulares, pobladas por encantadores negocios, barcitos y restaurantes, que en el conjunto nos hizo recordar mucho al centro histórico de Praga (exceptuando la plaza central y el puente Carlos). Obviamente no sabíamos lo que eran las estructuras que íbamos pasando (una iglesia germánica, después otra de santa clara, etc, etc,), pero nos alcanzaba con poder admirar su belleza y la tranquilidad de todo el lugar en general, ya que por el interior no pueden ingresar los autos, que sólo atraviesan la isla por la periferia. La única edificación que identificamos fue el palacio real, bastante grande y bien decoradito, pero sin las características impresionantes de los de otros reinos, así que seguimos de largo sin muchos miramientos, siendo lo que más nos llamó la atención de allí la desfachatez de los guardias, que en lugar de estar inmóviles en su posición, se la pasaban boludeando haciendo malabares con los fusiles, etc.
Cosas que nos llamaron la atención: los carteles de tránsito tienen fondo amarillo en vez de blanco (será por la bandera? O tal vez para diferenciarlos de la nieve), y las iglesias, monumentos, y demás cosas históricas presentan sus inscripciones en latín, lo que volvió a decepcionarnos, esperando nosotros heroicas e inentendibles (bue, el latín también lo es) frases vikingas, con estatuas de tipos con hachas gigantes, etc. Igual siguen siendo muy lindas las que hay.
Salimos de esa isla y nos metimos directamente en la siguiente, un poco más comercial, con la estación central de micros y trenes, locales de comida rápida, bancos, etc, notando que, si bien la arquitectura no era la misma que en la parte medieval, en conjunto seguía presentando una homogeneidad que da a la ciudad una identidad muy particular. Allí notando que estábamos cagados de hambre y sed (la emoción de los descubrimientos venía opacando esas sensaciones, pero todo tiene un límite), ya que eran casi las 20 y sólo habíamos desayunado (y tomado un juguito con snacks del avión), nos metimos en el primer local que encontramos, un extrañamente cheto pizza hut, en el cual saciamos nuestras necesidades con una pizza de jamón, muzza y ananá, acompañada por unas asquerosas gaseosas (7up y zingo, que es una especie de fanta) cuya única ventaja radicaba en que permitían refill, así que le entramos a un litro cada uno. Ah, recién ahí empezamos a notar lo caro que es este país en comparación con los anteriores, porque por la zapi y las gaseosas nos castigaron con aprox 40 euros (si es que hicimos bien la traducción desde la corona sueca, moneda local que todavía no vimos, porque sólo utilizamos tarjeta).
Recuperados de la hambruna, regresamos al hotel intentando no repetir recorrido, para tener la oportunidad de observar distintos paisajes, todos muy bonitos, plagados de suecos y suecas (acá hay que hacer un paréntesis, porque, si bien nos cruzamos con unos cuantos bradpitescos y lizsolariescas, la verdad es que la gente no resultó ser como el estereotipo que todos imaginamos, pero estimo que será porque es una capital, y seguro en los puebluchos son todos rubios) haciendo deporte o tomándose algo en los barcitos o directamente a las orillas del agua (no pongo río porque en realidad creo que acá es el mar báltico, pero no estoy seguro, aunque en realidad parece un lago de lo calmo que es).
Una vez en nuestro barco, nos tomamos un tiempito para relajarnos en el acogedor living ubicado a popa, con privilegiadas vistas a la ciudad que recién comenzaba a verse iluminada por las luces eléctricas (y eso que ya eran más de las 22), y después derecho a la minúscula cucheta.
Mubueno
ResponderEliminarMuy bueno. Para mí esto es todo desconocido. Asi que nos preparamos para ilustrarnos de tan remotos países. Besos. Graciela.
ResponderEliminarSi pasás por el cementerio Skogskyrkogarden fijate si encontrás al tomuer de Zlatan...
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