Esta página nace para complacer los deseos de mis incontables y susceptibles seguidores, quienes no podrían vivir sin sus indispensables relatos, apoyados en décadas de estudio y maestría en diversas disciplinas (bah, todas en realidad). Ellos saben que nadie como yo puede contarles, y explicarles (en un léxico a la altura de su comprensión, para lo cual tengo que rebajarme bastante) (y hasta cometo adrede algunos errores de ortografía, para que no se vean tan inferiores), cómo son las cosas en las lejanas comarcas que tengo en suerte visitar. De mas está aclarar que confían ciegamente en todo lo que les transmito, y obviamente nunca se les ocurre intentar verificarlo por la whiskypedia, opiniones de terceros, y mucho menos apelando a su decadente experiencia personal...

mayo 13, 2013

Día 23: Uno más y no jodemos más

Arrancamos la última mañana del viaje un poco más temprano que lo acostumbrado, con objetivos tan múltiples como diferentes: terminar de ordenar las valijas para la vuelta a casa, tener tiempo para realizar algunas últimas visitas, y, lo más importante, ingerir la mayor cantidad de salmón ahumado y cereales copados que nuestros cuerpos fueran capaces de asimilar. De antemano puedo anticiparles que los 3 fueron alcanzados con éxito, y hasta pudiendo ser catalogado de “con honores” el concerniente al desayuno, ya que realmente nos excedimos, sufriendo durante el resto del día una pesadez y hasta mareos ciertamente bastante molestos (pero quien nos quita lo salmoneado!).

Lo que teníamos ganas de ver (porque faltar nos faltaron un montón de cosas, y, a pesar de que teníamos tiempo, la verdad es que con la energía tan mermada después del prolongado sufrimiento experimentado durante todo el viaje, ya no queríamos más sopa) era la pista de esquí de Holmenkollen, la cual, además de ser un atractivo turístico en sí mismo por su extraña forma, y por las vistas que regala, también posee el agregado de hospedar al museo del esquí noruego, y a un simulador de la mencionada actividad que nos llamó mucho la atención.
Para llegar allí nos valimos del todavía vigente (vencía a las 11:35) pase libre de transporte y museos, con el cual abordamos un coche del ramal nº 1 de subte (o tunnelbana), que nos depositó casi en la cima de una de las colinas adyacentes a la ciudad, en una estación separada a aproximadamente 14 estaciones del centro. La particularidad de dicha línea de subte es que a las 2 estaciones de tomada, el tren emergió a la superficie, y así continuó, trepando a un lento tranco por las levemente empinadas laderas, pobladas de casas residenciales mayoritariamente, casi todas con el estilo ya alguna vez mencionado (madera pintada de blanco, y techos negros), todo enmarcado por un paisaje tandilesco o sanmartindelosandesco. Repito, todo esto comenzó a 3 o 4 estaciones del centro.
Ah, casi me olvido de mencionar que durante toda nuestra estadía en Oslo nos estuvimos cruzando continuamente con jóvenes vestidos todos con el mismo uniforme, una especie de jardinero de color rojo con inscripciones en todas partes. Asumimos que serán egresados de 5to año haciendo su viaje símil barilochense, pero sería muy raro que todos los colegios se pusieran de acuerdo para tener un único uniforme. Tal vez se salvaron de la colimba, o son presidiarios haciendo servicio comunitario… nunca lo sabremos. (no se quejen porque mi dedo sale en la foto que les saqué paparazzísticamente en el tren, no soy el de chicas bondi)

Volviendo a Holmenkollen, bajados del tren en la estación de ese nombre, una caminata ascendente de unas 4 cuadras fue lo que nos separó de la empinadísima pista (durante la cual fotografiamos una señal de tránsito que, para no ser menos que las suecas, tenía su fondo amarillo fosforescente), orgulloso hogar de innumerables proezas noruegas durante los juegos olímpicos de invierno, y las competencias anuales que allí tienen lugar. La verdad es que, al menos para mí, que soy bastante cagón, el sólo acercarse a la parte por donde pasan lo chabones esquiando ya genera bastante vértigo, y eso que estábamos a la mitad de la pista, entre la cima que se levanta por una especie de trampolín de concreto, y la parte final, en la cual se forma una especie de ollita, necesaria para que los maniáticos esos puedan desacelerar y eventualmente frenar, que además está toda rodeada por tribunas tipo un anfiteatro extendido.

Como teníamos miedo de que se nos venciera el pase, decidimos dejar las fotos del paisaje para después, y arrancamos con las actividades. La primera fue el simulador de esquí (para el cual el pase sólo nos sirvió como generador de descuento), que se trataba de una especie de trasbordador de los reptiles de V invasión extraterreste, en el cual nos metimos y tuvimos la más realista sensación de estar bajando la pista que teníamos al lado, y también otras, llegando (simuladamente, pero la verdad es que se sentía muy real) a unos 130 km por hora. Es difícil de describir, pero uno hasta se veía obligado a realizar con el cuerpo los movimientos necesarios del slalom para no irse derrapando de la montaña, viviendo adrenalínicas pero bastante atemorizantes experiencias, especialmente durante los saltos…)
Un poco mareados salimos del simulador, y nos mandamos de una para la entrada del museo, zafando con lo justo del garpe.  Allí, mucho más que la historia de la evolución del esquí y de la pista de salto no había, así que, después de sacar un par de fotos a los insegurísimos equipos que se usaban hace algunas décadas para realizar dicho deporte, lo único que nos restaba era tomar el ascensor que nos llevaría, haciendo un recorrido en diagonal, hasta la cima de la pista. Lamentablemente la resentida Oslo nos jugó allí su más traicionera cachada, encontrándonos con un panorama de 360 grados completamente blanco, a causa de las densas nubes que hasta esa altura habían descendido. Una verdadera lástima, porque el alcance visual de la ciudad y todo el fiordo hubiese sido tremendo. Todo no se puede, y además el clima durante el viaje fue increíble, así que no me puedo quejar.

Habiendo respirado la mayor cantidad de agua que recuerdo (la nube estaba bastante húmeda), decidimos bajar de la torre y emprender la lenta retirada hasta la ciudad, tomando las pocas fotos panorámicas que la nube nos permitió (ya una vez descendidos bastantes metros), y viajando luego sin pasaje en el subte, ya que nuestro pase se había vencido, y no pudimos sacar el boleto en la maquinita expendedora porque nos daba error la tarjeta.

Una vez en la ciudad, nos recuperamos del frío que habíamos chupado tomando unos fecas en un McDonalds, y, después de hacer algo de tiempo porque no teníamos ganas de seguir caminando al dope, pasamos por el hotel a buscar las valijas, y nos fuimos con destino al aeropuerto, terminando así esta aventurera travesía por Europa del norte (bue, casi todas las ciudades fueron del norte, otro nombre no se me ocurrió que las cubriera con mayor equidad como conjunto).

A los valientes que leyeron, comentaron, mandaron mails, o simplemente vieron las fotos, muchas gracias por la compañía y el apoyo!!!!!! A los demás, que la sigan chupando.




























mayo 11, 2013

Día 22: Fjordeando

Comenzamos nuestra primer mañana hotelera en Oslo con altas expectativas acerca de lo que nos esperaría en el desayuno, y por suerte no defraudó en lo más mínimo. Infinidad de variantes (al no haber llegado a probar todo, y eso que me esforcé, está bien que lo califique como infinidad) distribuídas en varias islas según grupo alimenticio (lácteos por un lado, cereales por otro, carnes , fiambres y demás cosas saladas por otro, fruta por otro, etc) nos alegraron el día desde tempranito. Entre lo que pude probar, los puntos fuertes fueron el salmón ahumado (al cual no le tuve piedad), las croquetas de papa, los porotos en salsa de tomate, y los cereales en general, habiendo, además de las marcas comerciales, también frascos con almendras, castañas, semillas de girasol, sésamo, frutas desecadas y abrillantadas, etc, que, bañados con yogur de frutos rojos, y salsa de frutos rojos, terminaron de encuadrar el desayuno ideal. Por respeto a Estocolmo no osamos siquiera probar el pan ni la manteca.

Con la panza pesada salimos a la calle, encarando directamente hacia el puerto, distante a unos 10 minutos de caminata (como dicen estos tipos, en vez de decirte cuantas cuadras faltan), donde pensábamos realizar un tour bastante completo que nos duraría casi todo el día, pero, esta vez no porque llegamos tarde, sino porque ya habían vendido todas las plazas disponibles, tuvimos que conformarnos comprando un pase de museos y transporte para hacer las cosas por nuestra cuenta.
Tomamos un barquito que nos transportó rápidamente hasta la zona más densamente poblada por museos de la ciudad (que algunos llaman la isla de los museos, pero en realidad es una península, y el tema que el transporte se haga en barco tiene que ver con que es la distancia más corta desde el centro), la cual también es generosa en señoriales mansiones y otras elegantes residencias (generalmente de madera, pintadas de blanco y con techos negros) y clubcitos náuticos. El primer museo que visitamos fue el de la cultura noruega, en el cual, a grandes rasgos, se describe cómo vivieron los noruegos desde la edad media hasta ahora (o, como nos dijeron después, desde que eran unos muertos de hambre, siempre a la sombra de Dinamarca o Suecia, hasta que encontraron petróleo y alcanzaron el nivel de vida que tienen ahora) (parece que hay leyes que definen que el petróleo es de todos los ciudadanos, y no puede ser nunca de un particular o una empresa, y además, para no ser monoproductor, invierten las ganancias que les deja la industria del crudo en las demás industrias del país). Bueno, más allá de estas cosas, que además no las dicen ahí, en ese museo no vimos muchas otras cosas interesantes, así que, siguiendo la caminata por ese impresionante barrio residencial, nos apresuramos para llegar al segundo destino, el museo de los barcos vikingos, un pequeño pero bien montado espacio en el cual se pueden apreciar unas cuantas embarcaciones, de formas tan características, y bastante bien conservadas. También hay algunos trineos medio locos con finos trabajos tallados, armaduras, cascos, y algún que otro mapa que describe hasta donde viajaron los locos de mierda estos en su insaciable sed de conquista y saqueo (o quien sabe para qué otra cosa viajarían).

Ya bastante empapados en el tema de viajar en embarcaciones precarias a través de grandes distancias, decidimos que era momento para adentrarnos en el siguiente destino, el museo Kon-Tiki, que, además de ser la refrescante soda que todos conocemos, seguramente no todos sabrán que así se llamó la balsa de madera con la cual otro noruego loco, llamado Thor Heyerdhal (y seguramente también descendiente de vikingos), realizó junto a otros 4 tripulantes un viaje desde el puerto del Callao hasta la Polinesia, probando que las culturas precolombinas ya podían realizar ese tipo de viajes intercontinentales. Allí, además de presenciar la mencionada balsa original, también se puede ver otra balsa, llamada Ra II, fabricada no con troncos, sino con mimbre, con la cual otros locos viajaron desde áfrica hasta américa. Obviamente también se aprenden un montón de boludeces al respecto, y se puede ver la reproducción de la película que se mandaron sobre el viaje, pero no teníamos tiempo para verla entera, así que chusmeamos un poco y no cruzamos al siguiente museo, ubicado justo en frente, llamado Fram. De qué se tratara el museo Fram se estarán preguntando? Sí, efectivamente se trata de otro museo dedicado a un barco, justamente el Fram, con el cual se realizaron viajes al polo sur por primera vez, y también tuvo exitosas expediciones al polo norte. En la exposición tenemos el poderoso barco al alcance de nuestra mano, y demás partes del cuerpo, porque se puede ingresar y revisar la cubierta, camarotes, sala de máquinas, etc, y darnos una idea de cómo se las idearon, esta vez otros grupos de locos, para sobrevivir tanto tiempo en tan tremendas condiciones climáticas, ya que el museo también describe las expediciones terrestres (cómo se fueron morfando de a poco los perros que tiraban de los trineos, las peleas con las morsas, etc). Solo basta con ver las caras de algunos de éstos muchachos en la fotos para darnos cuenta que les falta el 99 % delos caramelos del frasco. El recorrido se termina con un simulador del polo, que no es mucho más que un pasillito con paredes ambientadas como hielo, y aire acondicionado fuerte (si, no sé qué otra cosa esperaba).

A sabiendas que gran parte de lo que restaba del día seguiría relacionada con los navíos, decidimos obviar la visita al museo naval noruego, que estaba a unos pasos, y nos tomamos el barquito de regreso a la bahía central, para luego hacernos una escapada, tranvía mediante, hasta el museo Munch, en el cual, entre unas aproximadamente 1200 obras del prolífico autor, se expone su famoso grito (el de la máscara de la película scream). Dicho museo, construido en el medio de una plaza tranquila pero extrañamente enrejada (para la relajada forma de ser noruega nos parecieron totalmente fuera de lugar esas rejas), y vecino del zoológico, el botánico, y el museo de historia natural, nos jugó una amarguísima broma (bah, más que broma, nos re cagó), ya que allí mismo nos enteramos que estaba cerrado, teniéndonos que contentar con la compra de unos míseros imanes como mínima compensación.
Frustrados, caminamos unos metros hasta el subte más cercano (que dicho sea de paso, a pesar de ser muy ordenados nos llamaron la atención por ser un poco antiguos y no tener ni una escalera mecánica), y nos fuimos para el lado del centro, con la idea de conocer el edificio de la Ópera, el cual alcanzamos pasando previamente por la estación central, en la que hay una estatua de un tigre, que representa uno de los apodos que alguna vez le dieron a la ciudad (el tigre de los llanos, no, no, algo del tigre del norte, o de los hielos). Apenas se llega ya uno nota que está en un edificio fuera de lo común, ya que, para empezar, se puede caminar libremente sobre sus blancos techos de mármol, en los que predominan unas angulosas pendientes con escalones y protrusiones irregulares. Supuestamente representa un iceberg, pero en cierto sentido a mí me pareció una montaña nevada, tanto por el esfuerzo para subirla, como por la casi obligatoriedad de portar anteojos de sol al hacerlo, ya que el reflejo del astro rey (y eso que estaba nublado) sobre las blanquísimas piedras realmente resulta muy molesto para los ojos. El ventarrón que había en la parte más alta, desde donde se tiene un interesante vista del centro de la ciudad, termina de ilustrar la montañosa idea. Y como si no fueran suficientes las rarezas, el interior también tiene lo suyo, presentando el hall central una extraña estructura caracoliforme de madera, y unos baños con un efecto tipo lluvia en los mingitorios de lo más particular.

Nos quedaba poco tiempo para la siguiente estación en el día, planificada para las 15:30, por lo cual nos tomamos un abarrotadísimo bondi que nos depositó nuevamente en el puerto, esta vez sin problemas de tiempo ni de lugar, ya que contábamos previamente con nuestro boleto para la travesía de 2 horas y media por el fjordo de Oslo.
Una vez a bordo del similtigrense bote-lancha-colectivo, y correctamente ataviados con todos los abrigos que portábamos en la mochila, sumados a la conveniente frazadita que también ofrecía la tripulación, ya que hacía un ofri importante, comenzamos la travesía, primero con una rápida pasadita por la fortaleza de Akershus y por la ópera, que miradas desde el agua probaron ser aún más interesantes, para luego internarnos más y más en la impresionante cantidad de islas, bahías y penínsulas ubicadas en las afueras de la ciudad, donde se levantan infinidad de casitas vacacionales, con sus infaltables puertos yatecitos particulares (al parecer, entre la población de 600.000 habitantes de Oslo, y de  6 millones en todo Noruega, hay más botes que autos registrados).
Durante el viaje nos fuimos enterando, gracias a la guía, que hablaba en un inglés que parecía aprendido en Moscú, de los nombres de cada isla, la historia de las edificaciones más famosas, y algunos datos de color como justamente en dónde estaba el paisaje en el cual Munch se inspiró para su más famosa pintura, pero, lo que lamentablemente no pudimos hacer fue observar esos magníficos paisajes de los fjordos que habíamos visto en postales, etc, enterándonos luego que dichos paraísos se encuentran en otras áreas de Noruega, teniéndonos que conformarnos con la igualmente bastante buena vista de las casitas en las islas y laderas de los fjordos osleños. En síntesis tengo que decir que estuvo bueno, pero no puedo evitar sentirme un poco defraudado, lo que en el viaje se tradujo en que en algunos puntos de la travesía me quedé dormido.

Ya pasadas las 18 regresamos al puerto, tan cagados de frío, que lo único que atinamos a hacer fue ingresar a un shopping cercano para ir al ñoba, sacar una foto en el parlamento, y después meternos en un par de locales de souvenirs para al menos sacarnos el gusto de comprar algo acá, ya que, por ejemplo, en una casa de ropa que nos había parecido interesante, llamada Moods of Norway, una remera de cuello redondo costaba 500 coronas.
Terminamos pasando por una placita con un mercado de flores, antes de pasar por un súper a comprar lo que se convertiría en nuestra cena, consistente en unos arrolladitos de jamón y queso untados con manteca, que acompañamos, a falta de encontrar una cerveza local (al menos en ese súper), con una riquísma cerveza danesa llamada Carlsberg.