La
vagancia me impidió acompañar a Walter en su incursión en los
desconocidos dominios de la sala de desayunos del hotel, en la cual
disfrutó las bondades de su abundante buffet continental, mientras
yo continuaba durmiendo el sueño de los héroes. A su regreso, ya
levantado, tuve al menos la oportunidad de degustar algunos de los
productos que allí se ofrecen, gracias al desinteresado pillaje
efectuado por mi roommate (no paro de quemarla...), el cual incluyó
facturas de todo tipo, y una importante cantidad de esos minicositos
de leche, los cuales utilicé para acompañar mis cereales.
A
continuación, mientras planeaba el itinerario para el día de la
fecha, el lamentable estado de mis cansadas piernas casi me lleva a
cometer la ignominiosa bajeza de probar la efectividad de la ya
mentada crema del Goyco, pero por suerte un rayo repentino de cordura
logró encaminarme nuevamente hacia los más varoniles terrenos del
ibuprofeno.
El
recorrido para el día (que siempre arranca pareciendo corto y al
final nunca volvemos al hotel antes de las 22) arrancaba por
Williamsburg, uno de los barrios al parecer más de moda, ubicado al
norte de Brooklyn, ya fuera de la isla de Manhattan; lo cual no
parece ser problema para la extensísima (pero bastante fiera y
sucia, eso sí) red de trenes y subtes de la ciudad, la cual, gracias
a una simple combinación, nos llevó atravesando un elevadísimo
puente, apellidado como el barrio al cual se llega en poco menos de
media hora.
Una
vez en destino, bendecidos por segunda vez con la amable presencia
del astro rey y sus cálidos rayos, comenzamos a recorrer las
callecitas adyacentes a la estación Marcy; bastante fieras por
cierto, sufriendo (ellas) las inevitables consecuencias que provocan
la sumisión del estilo en favor de la funcionalidad; pasando primero
por el extraño e iglesiforme banco de Williamsburg, para adentrarnos
luego directamente en la avenida Bedford, principal arteria de la
zona, hospedando ella una ecléctica colección de sitios, variando
desde teatritos hippies, iglesias de sectas extrañas, obras de arte
callejeras, negocios de libros, ropa (uno con una foto de un supuesto
ladrón, pegada en la vidriera), flores, e infinidad de bares y
restorancitos con mesitas en la vereda ofreciendo sus brunchs ,
ideales para que la horda de hipsters y demás modernos que por allí
pululaban pudieran pavonearse mirando pasar a la gente mientras
tomaban sus batidos de gengibre.
No
pudiendo resistir tanta intensidad de vendehumismo (muy estilo
Palermo Gólico), agradecí fervorosamente la repentina aparición
del decadente McCarren Park, un espacio abierto ciertamente bastante
fiero, con escasa vegetación, y excesiva cantidad de campos
deportivos de material (para basket, tennis, etc), pero con mucha más
autenticidad y alma que la de los otros caretas. La cercana presencia
de un pintor de gigantografías, y el sorpresivo descubrimiento de la
cervecería Brooklyn (donde, a través de un portón abierto, pude
tomar algunas fotos de la increíble cantidad de reactores de acero
inoxidable de 5000 litros, y la cual hasta se encuentra ubicada en la
calle Brewers), confirmaron mi presunción sobre el espíritu de ese
lugar.
De
ahí siguió la visita a una casa de venta de vinilos bastante grande
e interesante, y a un parque costanero, desde el cual pudimos tener
algunas buenas tomas de la parte central de la vecina isla, y de unos
yanquis bastante pataduras intentando jugar al futbol.
Ya
pasadas las 3 de la tarde, y con el estómago pidiendo sin tregua ser
abastecido, tuvimos que rebajarnos a regresar a la avenida careta,
donde al menos encontramos un restorancito de especialidades
balcánicas, en el cual pudimos saciar nuestro apetito con creces,
sin arriesgarnos a caer en las garras del caretismo (nadie en su sano
juicio podría acusar de careta a un descendiente de los habitantes
de dicha península) (bah, estimo que eran de por ahí...),
degustando un completísimo menú de sopa de tomate/remolacha,
costillas con barbacoa (super balcánicas)/ goulash con chucrut, y
mousse de chocolate/tora impronunciable (separa con / el menú de
Walter del mío).
Pipones
en exceso, salimos en búsqueda del siguiente objetivo, separado de
nosotros por un considerable viajecito en bondi (los guachos estos
hasta tienen una página web en la que uno puede chusmear con el celu
a qué distancia está el colectivo), era nada más y nada menos que
la no menos célebre zona de Brooklyn Heights, poblada por ya casas
considerablemente más opulentas, y de un estilo más Bostoniano por
así decirlo. Allí también se puede encontrar un delicioso paseíto
costero llamado Brooklyn Heights Promenade (como todos, los yanquis
también ponen nombres en franchute cuando se quieren hacer los
chetos), con vistas imperdibles de ya la punta sur de isla, y de la
estatua a la distancia.
Por
último, dicha zona, y la aledaña, llamada Dumbo, ofrecen también
el poderoso combo de vistas de los rascacielos costeros conjugados
con los puentes de Manhattan y Brooklyn de fondo (ah, también hay un
carrousel de unos 100 años encerrado en una especie de caja de
cristal gigante).
Y
cuando decía último, obviamente no me refería a la infaltable
actividad que nos faltaba realizar, el cruce del famoso puente
Brookliniano, a la cual Walter opuso inicialmente algo de
resistencia, basandose en su supuesta longitud, comprobando, luego de
media horita de apretada (por la cantidad de turistas) caminata,
pródiga tanto en espectaculares vistas como en bocinazos y
campanitazos de los intrépidos ciclistas que lo pasan a uno rozando,
que no era para tanto.
Ahora
sí, ya caída la noche, sólo nos restaba un viajecito en subte
hacia las zonas comerciales, donde, gracias a la ya desarrollada
capacidad de ubicación de Walter, decidimos separarnos para cada
uno, sucumbiendo a la invencible atracción que ejercen los locales
de esta ciudad, poder recorrer los que más nos interesaran. Fue así
entonces que mi recorrido me llevó, además de a un par de
atractivas casas de diversas marcas, a pasar por algunos íconos que
hasta el momento me habían sido esquivos, como el Madison Square
Garden, Radio City Music Hall, y la fuente congelada del Rockefeller
Center con su observatorio Top of the Rock, del cual supuestamente se
tienen vistas espectaculares, pero de las que, bastante cansado de
hacer largas filas, y habiendo subido a varios rascacielos, creo que
voy a prescindir (al menos le saqué la foto a los carteles que
muestran las fotos de lo que supuestamente se ve desde ahí) (no sé
si se entendió...).
Y
tanto se mete uno en esta fiebre consumista, que casi me idigno
cuando me negaron el acceso a la Nike Town que se encuentra cerca del
hotel, con la inaceptable excusa de que eran casi las 22 hs...
Un
par de pasos nomás me separaron de mi cena ligera (todavía
persistía el efecto del suculento almuerzo tardío), duchita, y
descanso (previo éste sanateo obviamente).
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