Esta página nace para complacer los deseos de mis incontables y susceptibles seguidores, quienes no podrían vivir sin sus indispensables relatos, apoyados en décadas de estudio y maestría en diversas disciplinas (bah, todas en realidad). Ellos saben que nadie como yo puede contarles, y explicarles (en un léxico a la altura de su comprensión, para lo cual tengo que rebajarme bastante) (y hasta cometo adrede algunos errores de ortografía, para que no se vean tan inferiores), cómo son las cosas en las lejanas comarcas que tengo en suerte visitar. De mas está aclarar que confían ciegamente en todo lo que les transmito, y obviamente nunca se les ocurre intentar verificarlo por la whiskypedia, opiniones de terceros, y mucho menos apelando a su decadente experiencia personal...

abril 01, 2015

Día 14 - Excesos

Ya con la asentada costumbre de levantarnos a las 10 (durmiendome hace días después de las 2, creo que es aceptable), desayunamos y, tratándose de una jornada de considerable frescor, y pronóstico de lluvia, partimos subterráneamente hacia el extremo más austral de la isla, arribando, ya cerca del mediodía, a nuestro primer objetivo, el World Trade Center, ex hogar de las famosas torres (puf, pensar que ya pasaron casi 15 años...).
Sacamos un par de fotos a las monumentales fuentes que rinden homenaje a los allí fallecidos, con sus prolijas caídas de agua y su orificio central que parece no tener fin; y continuamos nuestro camino con rumbo sur, entre la gran cantidad de torres nuevas, ya levantadas, y en proceso de construcción, pasando por la parte posterior de la coquetísima Trinity Church, una iglesia muy antigua, que, además de tener un cementerio a su lado (en medio de todos los rascacielos), también tiene los bancos de iglesia más cómodos que he visto en mi vida, con unos almohadones espectaculares. Salimos de allí por la entrada principal (antes habíamos ingresado por la de la calle de atrás), ubicada en la recontracéntrica intersección de la Broadway y la Wall street (nombrada así porque, en tiempo de los holandeses y de New Amsterdam, allí había una murralla defensiva, construída en madera), calles desde las que no es necesario caminar mucho, siempre en sentido sur, para toparse con la famosa escultura metálica del toro a la carga (o charging bull), símbolo de la pujanza del mercado financiero norteamericano (hace poco escuché que el eligieron el toro porque justamente sus embestidas van de abajo para arriba) (el oso, que usan para simbolizar los mercados a la baja, realiza sus ataques de manera inversa, cayendo sobre sus víctimas).
La cosa es la mencionada estatua estaba hasta las pelotas de turistas, así que tuvimos que conformarnos con un par de fotos compartidas con los omnipresentes chinos en la parte del frente, y otras más tranquilas en la de atrás, donde no podían faltar los bufarrones que se inmortalizaban tocándole los huevos a esa noble bestia que tanto ponderó Hemingway en su “Muerte en la tarde”.
Un poco más al sur encontramos el Baettery park, desde donde salen varios cruceritos a ver la estatua, y demás giladas (que ya no nos interesaban por haber hecho el paseo alrededor de toda la isla); y donde también se encuentran un par de esculturas interesantes, como la levantada en honor a los marinos mercantes, y la denominada “esfera”, que originalmente se encontraba junto a las torres gemelas, por lo cual pueden apreciarse en su estructura intencionalmente no reparada los rastros destructivos del incidente.


Volvimos a meternos en la populosa zona mercantil, alternando cuadras ordenadas con otras definitivamente onceománicas (derivadas del barrio de once), para pasar luego por las impresionantes fachadas de la bolsa de comercio y el Federal Hall, lugar donde Washinton juró para convertirse en el primer presidente.
Más adelante, volviendo un poco hacia el norte, pasamos por la gránitica mole de la Reserva Federal, y nos metimos en la capilla de St Paul, la más antigua de la ciudad, en la cual parece que se retiro el mentado George para rezar después de asumir (o antes, la cosa es que da igual). Dicha capilla también es famosa porque parece que ahí le dieron soporte médico a muchos heridos del 11/9, pero lo cierto es que el supuesto homenaje que hicieron quedó tan para el culo (raro en estos yankis marketineros), que se merecerían que viniera Shisus a latiguearlos, como a los fariceos.
Y como de ver grandes estructuras gubernamentales parecía tratarse la cosa, las últimas instancias de ésta parte del recorrido fueron los avistamientos del imponente City Hall, con su entrada en forma de arco y sus enormes columnas, y de la tristemente célebre Suprema Corte de Justicia de NY, donde nuestro conocidísimo amigo Griesa debe seguir aún trayendonos problemas relacionados con las aves de rapiña.


De allí encaramos un poco para el este, adentrándonos en más humildes barrios residenciales, con la idea de bucar un área que permitiera una linda vista conjunta de los puentes de Brooklin (el más viejo de todos, siendo la primera construcción de ese tipo en acero jamás hecha) y de Manhattan, cosa que no logramos cumplir del todo, ya que una especie de autopista costera nos bloqueó bastante la visual, así que, ya sufriendo un poco los efectos de una tenue pero persistente lluvia que había comenzado hacía algún tiempo, decidimos que en lugar de cruzar el puente lo mejor sería proseguir con nuestra incursión en el barrio Chino, la cual desde el mapa ya se percibe como una sección inabarcable de la ciudad.
Y no solo es el tamaño lo que impresiona y diferencia este barrio chino de los de otras ciudades, sino la sensación que a uno le da de encontrarse realmente en china, siendo realmente escasos los negocios en los que los carteles están en inglés, especialmente en las zonas periféricas.
Una vez allí, después de chusmear un par de locales, divirtiéndonos bastante especialmente con uno de chupi que tenía unas botellas rarísimas (que estuve muy tentado de adquirir), ingresamos justo a tiempo a un muy autóctono restaurante, y menciono lo del timing porque, además del hambre (eran eso de las 15), apenas nos metimos se largó una lluvia fuertísima. Experimentamos así, viendo caer el agua desde la ventana, el auténtico espíritu de la cocina china, materializado, en este caso, en un bowl de sopa, fideos, verduras y carnes por un lado, y otra mezcla de fideos y verduras, pero con almejas; todo para ser acompañado por picantísimas salsas, y maniobrado con unas cucharas locas y los peores palitos chinos que usé en mi vida, cuya poca capacidad de carga lo obliga a uno casi a comer sobre el plato, y aspirando (como hacen los chinos).


Continuando luego con el no tan húmedo recorrido por las ya definitivamente onceómanas, o tal vez ciudaddelesteñas calles del barrio chino, después chusmear en varios negociuchos, tuve la oportunidad de presenciar una de las transacciones más divertidas en lo que va del viaje, originándose cuando Walter fue abordada en la senda peatonal por una insistente china, la cual quien sabe como mierda llegó a entenderle que estaba buscando carteras (ya que, por si no lo saben, Walter desistió por completo en su intento de comunicarse en inglés, dirigiéndose a sus generalmente atónitos interlocutores en su castellano habitual) (puse generalmente porque en varios lugares la gente entiendo español), pero el hecho es que nos llevó caminando un par de cuadras hasta una vereda más retirada, donde entregó a Walter un papel en el cual estaban los modelos para elegir. Inutiles fueron los pedidos, siempre en la lengua de Cervantes, de que lo que ella quería era ver, no comprar, realizados mientas la china iba y venía, sigilosamente, como fingiendo que no tenía nada que ver con nosotros, con la intención de averiguar si la decisión había sido tomada (la ansiosa china llegaba a tironear el muestrario de las manos de Walter, quien no tenía reparos en largarle un “pará, che, estoy mirando!”). La cosa fue que al final, señaladas las muestras que más le interesaban (imaginen cosas al estilo de “traeme ésta en negro” proferidas ante los atónitos y ya casi redondeados ojos de la china, que obviamente no cazaba un fulbo), ida y vuelta mediante, quién sabe a donde, de nuestra vendedora, que no paraba de hablar por su intercomunicador inalámbrico, nos fué depositada una gran bolsa negra, de la cual Walter eligió lo que le gustaba, y, previo regateo (insisto, todo en castellano, reforzado con señas), logramos salir de allí, sanos y salvos, y con un interesante botín.


Ya satisfechos entonces de toda la movida orientalista, fue momento de rumbear para zonas más ligadas a nuestras costumbres, ingresando en el otro famoso barrio de comunidad extranjera que se encuentra en la zona, denominado Little Italy, cuyo nombre realmente está muy bien puesto, ya que se trata solamente de un par de cuadras. En las mismas, plagadas de establecimientos gastronómicos y locales de merchandising del padrino y los sopranos, pudimos reposar nuestras vistas, cansadas de leer tantos signos chinos, y de paso guarecernos del frío y las inclemencias de la comida picante, degustando ahora sí el cannoli más rico que jamás probé (el cartel de “Best cannoli on planet earth” no era en joda), con un par de igualmente suculentos cafés y torta de chocolate.
Recorrido el efímero Little Italy, lo que siguió fue adentrarnos en el ya más cheto minibarrio de Nolita (por “norte de little italy”) (sí, acá todo tiene siglas así), cuyos personalizados locales de ropa, barberías y restaurantes le dan un estilo muy particular; para luego, realmente cansados del frío y de nuestra ropa húmeda, regresar al hotel subterráneamente, experimentando la populosa acción de dicho transporte en la hora pico (serían eso de las 18).


Y no sé si fue el efecto del merecido descanso adelantado, la cercanía con el central park, el saber que afuera hacía frío y llovía, la pinchada metefichas a la cual me sometían el colo y el alemán, o una combinación de todo lo anterior, pero me invadieron unas importantes ganas de salir a recorrer ese gigantesco pulmón verde (la noche en realidad lo había vuelto negro, pero bue), así que, disfraz de “runner” puesto, salí a realizar mi magallánica tarea, descubriendo, además de estrechos y oscuros pasadisos, que zigzagueaban entre la boscosa sinuosidad de sus senderos, la más grande colección de inmejorables postales de los edificios iluminados asomándose entre las ramas, o resaltando a la distancia por sobre los múltiples espejos de agua (destacándose por su extensión el de Jackie Onassis). Como siempre, la embriagadora sensación producida por el turismo troteril me llevó a no detenerme hasta no haber terminado de recorrerlo por completo, alcanzando la norteña sección de Harlem, desde donde descendí, eligiendo, a causa del miedito que que me había contagiado el ver la noche anterior una parte de “Mi pobre angelito 2”, no siempre los caminos boscosos, sinó alternando entre ellos y unas importantes bici/trote/auto sendas, por las cuales cada tanto me cruzaba con un recomfortante patrullero, o algún que otro trotador. La parte final del recorrido, con la foto obligada en los Strawberry Fields, y la vista lejana de Times Square, pusieron el broche de oro a la cansadora pero gratificante experiencia.



Y, como esto de trotar en semejantes lugares me produce una sobrecarga energética, ducha y cena hotelera mediante, fue tiempo de volver a agarrar la calle con el plan de concretar una cita que incrementaría mi colección de fotos internacionales con miembros de la familia Miranda (me falta Adri nomás), encontrándome con Ceci (hermana del colo) y dos de sus amigas (Lupín y Florencia) en un bar de la calle 29. Allí, cervezas varias (y variadas) mediante, en medio de la entretenida charla, me enteré de la historia detrás del reencuentro de este divertido grupo de amigas (Ceci venía de Houston, Fernanda de Buenos Aires, y Lupín de Brooklin) y pasé unos de los momentos más distendidos del viaje. Lamentablemente, no sé si a causa del exceso en la corrida, el cansancio acumulado, la rápida cena, o el hecho de que yo tenga menos noche que Groenlandia en verano, debo confesar que la bebida me pegó más de la cuenta (cosa rara, porque fue sólo cerveza, mientras que el sábado había tomado varios tragos mucho más alcohólicos), llegando las chicas al extremo de ofrecerse ellas a acompañarme hasta el hotel, cosa que mi aun remanente caballerosidad zodiacal me obligo a rechazar, caminando con ellas hasta la cercana puerta de su hotel, y luego, con miras a que el aire frío ejerciera sus benéficos efectos, continuando el peatonal trayecto hasta alcanzar la anhelada cama, lo que al menos me dió la oportunidad de cruzar un times square casi desierto.

PD: no sé por qué carajo se cargaron desordenadas las fotos...

























































































































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