Ya
con la asentada costumbre de levantarnos a las 10 (durmiendome hace
días después de las 2, creo que es aceptable), desayunamos y,
tratándose de una jornada de considerable frescor, y pronóstico de
lluvia, partimos subterráneamente hacia el extremo más austral de
la isla, arribando, ya cerca del mediodía, a nuestro primer
objetivo, el World Trade Center, ex hogar de las famosas torres (puf,
pensar que ya pasaron casi 15 años...).
Sacamos
un par de fotos a las monumentales fuentes que rinden homenaje a los
allí fallecidos, con sus prolijas caídas de agua y su orificio
central que parece no tener fin; y continuamos nuestro camino con
rumbo sur, entre la gran cantidad de torres nuevas, ya levantadas, y
en proceso de construcción, pasando por la parte posterior de la
coquetísima Trinity Church, una iglesia muy antigua, que, además de
tener un cementerio a su lado (en medio de todos los rascacielos),
también tiene los bancos de iglesia más cómodos que he visto en mi
vida, con unos almohadones espectaculares. Salimos de allí por la
entrada principal (antes habíamos ingresado por la de la calle de
atrás), ubicada en la recontracéntrica intersección de la Broadway
y la Wall street (nombrada así porque, en tiempo de los holandeses y
de New Amsterdam, allí había una murralla defensiva, construída en
madera), calles desde las que no es necesario caminar mucho, siempre
en sentido sur, para toparse con la famosa escultura metálica del
toro a la carga (o charging bull), símbolo de la pujanza del mercado
financiero norteamericano (hace poco escuché que el eligieron el
toro porque justamente sus embestidas van de abajo para arriba) (el
oso, que usan para simbolizar los mercados a la baja, realiza sus
ataques de manera inversa, cayendo sobre sus víctimas).
La
cosa es la mencionada estatua estaba hasta las pelotas de turistas,
así que tuvimos que conformarnos con un par de fotos compartidas con
los omnipresentes chinos en la parte del frente, y otras más
tranquilas en la de atrás, donde no podían faltar los bufarrones
que se inmortalizaban tocándole los huevos a esa noble bestia que
tanto ponderó Hemingway en su “Muerte en la tarde”.
Un
poco más al sur encontramos el Baettery park, desde donde salen
varios cruceritos a ver la estatua, y demás giladas (que ya no nos
interesaban por haber hecho el paseo alrededor de toda la isla); y
donde también se encuentran un par de esculturas interesantes, como
la levantada en honor a los marinos mercantes, y la denominada
“esfera”, que originalmente se encontraba junto a las torres
gemelas, por lo cual pueden apreciarse en su estructura
intencionalmente no reparada los rastros destructivos del incidente.
Volvimos
a meternos en la populosa zona mercantil, alternando cuadras
ordenadas con otras definitivamente onceománicas (derivadas del
barrio de once), para pasar luego por las impresionantes fachadas de
la bolsa de comercio y el Federal Hall, lugar donde Washinton juró
para convertirse en el primer presidente.
Más
adelante, volviendo un poco hacia el norte, pasamos por la gránitica
mole de la Reserva Federal, y nos metimos en la capilla de St Paul,
la más antigua de la ciudad, en la cual parece que se retiro el
mentado George para rezar después de asumir (o antes, la cosa es que
da igual). Dicha capilla también es famosa porque parece que ahí le
dieron soporte médico a muchos heridos del 11/9, pero lo cierto es
que el supuesto homenaje que hicieron quedó tan para el culo (raro
en estos yankis marketineros), que se merecerían que viniera Shisus
a latiguearlos, como a los fariceos.
Y
como de ver grandes estructuras gubernamentales parecía tratarse la
cosa, las últimas instancias de ésta parte del recorrido fueron los
avistamientos del imponente City Hall, con su entrada en forma de
arco y sus enormes columnas, y de la tristemente célebre Suprema
Corte de Justicia de NY, donde nuestro conocidísimo amigo Griesa
debe seguir aún trayendonos problemas relacionados con las aves de
rapiña.
De
allí encaramos un poco para el este, adentrándonos en más humildes
barrios residenciales, con la idea de bucar un área que permitiera
una linda vista conjunta de los puentes de Brooklin (el más viejo de
todos, siendo la primera construcción de ese tipo en acero jamás
hecha) y de Manhattan, cosa que no logramos cumplir del todo, ya que
una especie de autopista costera nos bloqueó bastante la visual, así
que, ya sufriendo un poco los efectos de una tenue pero persistente
lluvia que había comenzado hacía algún tiempo, decidimos que en
lugar de cruzar el puente lo mejor sería proseguir con nuestra
incursión en el barrio Chino, la cual desde el mapa ya se percibe
como una sección inabarcable de la ciudad.
Y
no solo es el tamaño lo que impresiona y diferencia este barrio
chino de los de otras ciudades, sino la sensación que a uno le da de
encontrarse realmente en china, siendo realmente escasos los negocios
en los que los carteles están en inglés, especialmente en las zonas
periféricas.
Una
vez allí, después de chusmear un par de locales, divirtiéndonos
bastante especialmente con uno de chupi que tenía unas botellas
rarísimas (que estuve muy tentado de adquirir), ingresamos justo a
tiempo a un muy autóctono restaurante, y menciono lo del timing
porque, además del hambre (eran eso de las 15), apenas nos metimos
se largó una lluvia fuertísima. Experimentamos así, viendo caer el
agua desde la ventana, el auténtico espíritu de la cocina china,
materializado, en este caso, en un bowl de sopa, fideos, verduras y
carnes por un lado, y otra mezcla de fideos y verduras, pero con
almejas; todo para ser acompañado por picantísimas salsas, y
maniobrado con unas cucharas locas y los peores palitos chinos que
usé en mi vida, cuya poca capacidad de carga lo obliga a uno casi a
comer sobre el plato, y aspirando (como hacen los chinos).
Continuando
luego con el no tan húmedo recorrido por las ya definitivamente
onceómanas, o tal vez ciudaddelesteñas calles del barrio chino,
después chusmear en varios negociuchos, tuve la oportunidad de
presenciar una de las transacciones más divertidas en lo que va del
viaje, originándose cuando Walter fue abordada en la senda peatonal
por una insistente china, la cual quien sabe como mierda llegó a
entenderle que estaba buscando carteras (ya que, por si no lo saben,
Walter desistió por completo en su intento de comunicarse en inglés,
dirigiéndose a sus generalmente atónitos interlocutores en su
castellano habitual) (puse generalmente porque en varios lugares la
gente entiendo español), pero el hecho es que nos llevó caminando
un par de cuadras hasta una vereda más retirada, donde entregó a
Walter un papel en el cual estaban los modelos para elegir. Inutiles
fueron los pedidos, siempre en la lengua de Cervantes, de que lo que
ella quería era ver, no comprar, realizados mientas la china iba y
venía, sigilosamente, como fingiendo que no tenía nada que ver con
nosotros, con la intención de averiguar si la decisión había sido
tomada (la ansiosa china llegaba a tironear el muestrario de las
manos de Walter, quien no tenía reparos en largarle un “pará,
che, estoy mirando!”). La cosa fue que al final, señaladas las
muestras que más le interesaban (imaginen cosas al estilo de
“traeme ésta en negro” proferidas ante los atónitos y ya casi
redondeados ojos de la china, que obviamente no cazaba un fulbo), ida
y vuelta mediante, quién sabe a donde, de nuestra vendedora, que no
paraba de hablar por su intercomunicador inalámbrico, nos fué
depositada una gran bolsa negra, de la cual Walter eligió lo que le
gustaba, y, previo regateo (insisto, todo en castellano, reforzado
con señas), logramos salir de allí, sanos y salvos, y con un
interesante botín.
Ya
satisfechos entonces de toda la movida orientalista, fue momento de
rumbear para zonas más ligadas a nuestras costumbres, ingresando en
el otro famoso barrio de comunidad extranjera que se encuentra en la
zona, denominado Little Italy, cuyo nombre realmente está muy bien
puesto, ya que se trata solamente de un par de cuadras. En las
mismas, plagadas de establecimientos gastronómicos y locales de
merchandising del padrino y los sopranos, pudimos reposar nuestras
vistas, cansadas de leer tantos signos chinos, y de paso guarecernos
del frío y las inclemencias de la comida picante, degustando ahora
sí el cannoli más rico que jamás probé (el cartel de “Best
cannoli on planet earth” no era en joda), con un par de igualmente
suculentos cafés y torta de chocolate.
Recorrido
el efímero Little Italy, lo que siguió fue adentrarnos en el ya más
cheto minibarrio de Nolita (por “norte de little italy”) (sí,
acá todo tiene siglas así), cuyos personalizados locales de ropa,
barberías y restaurantes le dan un estilo muy particular; para
luego, realmente cansados del frío y de nuestra ropa húmeda,
regresar al hotel subterráneamente, experimentando la populosa
acción de dicho transporte en la hora pico (serían eso de las 18).
Y
no sé si fue el efecto del merecido descanso adelantado, la cercanía
con el central park, el saber que afuera hacía frío y llovía, la
pinchada metefichas a la cual me sometían el colo y el alemán, o
una combinación de todo lo anterior, pero me invadieron unas
importantes ganas de salir a recorrer ese gigantesco pulmón verde
(la noche en realidad lo había vuelto negro, pero bue), así que,
disfraz de “runner” puesto, salí a realizar mi magallánica
tarea, descubriendo, además de estrechos y oscuros pasadisos, que
zigzagueaban entre la boscosa sinuosidad de sus senderos, la más
grande colección de inmejorables postales de los edificios
iluminados asomándose entre las ramas, o resaltando a la distancia
por sobre los múltiples espejos de agua (destacándose por su
extensión el de Jackie Onassis). Como siempre, la embriagadora
sensación producida por el turismo troteril me llevó a no detenerme
hasta no haber terminado de recorrerlo por completo, alcanzando la
norteña sección de Harlem, desde donde descendí, eligiendo, a
causa del miedito que que me había contagiado el ver la noche
anterior una parte de “Mi pobre angelito 2”, no siempre los
caminos boscosos, sinó alternando entre ellos y unas importantes
bici/trote/auto sendas, por las cuales cada tanto me cruzaba con un
recomfortante patrullero, o algún que otro trotador. La parte final
del recorrido, con la foto obligada en los Strawberry Fields, y la
vista lejana de Times Square, pusieron el broche de oro a la
cansadora pero gratificante experiencia.
Y,
como esto de trotar en semejantes lugares me produce una sobrecarga
energética, ducha y cena hotelera mediante, fue tiempo de volver a
agarrar la calle con el plan de concretar una cita que incrementaría
mi colección de fotos internacionales con miembros de la familia
Miranda (me falta Adri nomás), encontrándome con Ceci (hermana del
colo) y dos de sus amigas (Lupín y Florencia) en un bar de la calle
29. Allí, cervezas varias (y variadas) mediante, en medio de la
entretenida charla, me enteré de la historia detrás del reencuentro
de este divertido grupo de amigas (Ceci venía de Houston, Fernanda
de Buenos Aires, y Lupín de Brooklin) y pasé unos de los momentos
más distendidos del viaje. Lamentablemente, no sé si a causa del
exceso en la corrida, el cansancio acumulado, la rápida cena, o el
hecho de que yo tenga menos noche que Groenlandia en verano, debo
confesar que la bebida me pegó más de la cuenta (cosa rara, porque fue sólo cerveza, mientras que el sábado había tomado varios tragos mucho más alcohólicos), llegando las
chicas al extremo de ofrecerse ellas a acompañarme hasta el hotel,
cosa que mi aun remanente caballerosidad zodiacal me obligo a
rechazar, caminando con ellas hasta la cercana puerta de su hotel, y
luego, con miras a que el aire frío ejerciera sus benéficos
efectos, continuando el peatonal trayecto hasta alcanzar la anhelada
cama, lo que al menos me dió la oportunidad de cruzar un times
square casi desierto.
PD: no sé por qué carajo se cargaron desordenadas las fotos...
Traete un pomo de Sriracha!!!!
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