Esta página nace para complacer los deseos de mis incontables y susceptibles seguidores, quienes no podrían vivir sin sus indispensables relatos, apoyados en décadas de estudio y maestría en diversas disciplinas (bah, todas en realidad). Ellos saben que nadie como yo puede contarles, y explicarles (en un léxico a la altura de su comprensión, para lo cual tengo que rebajarme bastante) (y hasta cometo adrede algunos errores de ortografía, para que no se vean tan inferiores), cómo son las cosas en las lejanas comarcas que tengo en suerte visitar. De mas está aclarar que confían ciegamente en todo lo que les transmito, y obviamente nunca se les ocurre intentar verificarlo por la whiskypedia, opiniones de terceros, y mucho menos apelando a su decadente experiencia personal...

abril 30, 2013

Día 11: El lechero Checo

Habiendo sido el día de ayer uno de los más relajados, obviamente, como después de otros días relajados, también se puede traducir en un despertar tranquilo, aunque esta vez sí era necesaria una alarma, ya que se trataba de una jornada de viaje. Como el día anterior, al no estar incluido, teníamos la necesidad de proveernos un desayuno, así que, medio a las corridas a causa de que dormimos de más, salimos para un súper cercano, en el cual compramos yogures, chocolatadas, galletitas y golosinas, no sólo para picar algo en la habitación antes de partir, sino también para no tener el estómago vacío durante el largo viaje en tren que nos aguardaba, con destino de la ansiada ciudad de Praga, capital de la República Checa, nuestros muy probables futuros verdugos en la Davis, con exponentes durísimos como Bergych y el cara de corky de Stepanek. Por suerte, como ya lo mencioné varias veces, la ubicación del hotel fue de gran importancia en éste caso, ya que una cruzada de calle y pocos metros caminados nos depositaron en el para nada moderno tren que nos llevaría al esperado destino.

Aprovecharé la inmejorable oportunidad que me brinda un trayecto de 7 horas en un tren lechero que paró en todas las estaciones (creo que hasta en las de micros se metió, y sólo le faltaron las del clima) (vamos a tener que revisar, seguro nos salió baratísimo este tren… lo raro es que lo sacamos junto con los otros, en la misma página, con la misma anticipación, etc, así que no entiendo por qué algunos fueron de alta velocidad, y este de velocidad en alto, o stop…), para escribir un poco sobre las cosas que vengo olvidando de los demás días.
Primero, las constantes reparaciones en las calles, de todas las ciudades, sin excepción. Me llamó la atención porque no parecían generar quilombos de tránsito, y porque la verdad eran muchas. Pensar que cada vez que en baires hay alguna obra nosotros puteamos a más no poder por el bolonqui que se arma, creyendo, al menos en mi caso, que deberían hace esas reparaciones en otros horarios, etc. Al parecer ni siquiera acá tienen forma de zafar de tener que cortar calles, pero tal vez, gracias a la evolución de su sistema de transportes, eso no les genere tanto bolonqui.
Otra cosa, tema caras de la gente. Ya puse que en Amsterdam parecen putos o pelotudos, y en Munich de hps. En Viena, su característica cosmopolita me hizo imposible generalizar, pero  en Budapest he vuelto nuevamente a la carga, pudiendo definirlos claramente con las caras de locos más expresivas que he visto en mi vida, lo cual, sumado a su idioma, sus gesticulaciones, y el volumen al que hablan, puede completar fácilmente el cuadro.

Pasando al viaje en tren, además de la relativa incomodidad de los asientos, que nos tocaron enfrentados, lindando con una madre y su hijo de unos 2 o 3 años, que al principio nos pareció simpático pero después de más de 7 horas de constante balbuceo y travesuras se podrán imaginar que dejó de serlo, y del continuo asedio de los guardas, que en el idioma del país de turno (Hungría, Eslovaquia, R. Checa, y quién sabe cuáles otros) nos pedían que mostráramos los boletos cada dos por tres, a causa de que el tren paraba en todas las estaciones, nos permitió chusmear infinidad de ciudades y puebluchos con distintas fisonomías, pasando también por extensas áreas rurales despobladas, bastante similares a las nuestras, lo que nos podría llevar a arriesgar la simple analogía de que las naciones con grandes extensiones de campo sin poblar son siempre subdesarrolladas (no vale mencionar a EEUU como excepción). Acá no se descubre la pólvora obviamente, es de público conocimiento que la producción rural básica no genera valor agregado, como tampoco se acerca a la generación de puestos de trabajo que trae consigo la industrialización, y tampoco logra promocionar el mercado interno. Pero bueno, creo que hasta que todos no estemos verdaderamente convencidos de eso, para que podamos presionar a los dirigentes para que definan políticas que nos lleven para esos rumbos (con los sacrificios y esfuerzo que obviamente implican esas decisiones), vamos a seguir siendo como somos, y los desarrollados, cuyo desarrollo alcanzaron no hace muchos años (a diferencia del creer popular), justamente gracias a su industrialización, y al proteccionismo de sus mercados frente a las manufacturas extranjeras. Pero bueno, es más fácil creer que lo que nos aleja de nuestro destino de grandeza es la corrupción de los políticos…

Me fui para cualquier lado, mejor sigo con el viaje. Transcurridas las más de 7 horas de recorrido, posamos finalmente nuestros pies sobre la inmensa estación de trenes (que parece una terminal de aviones por lo compleja y moderna, capital de la Republica Checa, ex Checoslovaquia, y quien sabe cuántas otras antes. Allí, después de dar varias vueltas hasta orientarnos correctamente, decidimos cambiar algunos euros por coronas checas (cuyas monedas vienen con unos motivos copadísimos de dragones, leones, y bichos similares) (ah, en esa casa de cambio nos rompieron olímpicamente el traste cobrándonos una comisión oculta del 20 %... la siguiente nos aseguramos de leer el cartel que reza: 0 % comisión...), para comprarnos la tarjeta de transporte de la ciudad, necesaria en nuestro caso porque acabábamos de notar que el hotel que habíamos reservado se encontraba verdaderamente en las afueras de la misma, no estando siquiera en los mapas turísticos la zona ni la calle del mismo. Encontrarlo justamente por ese motivo no fue fácil, viéndonos obligados, después de salir del sorprendentemente moderno subte, cuyos pasajeros respetaban a rajatablas las normas de convivencia en escales mecánicas (quietos a la derecha, subidores activos a la izquierda), a pegar varias idas y venidas por las grises pero ordenadas y limpias veredas suburbanas que debimos caminar hasta llegar a destino. La parte positiva del hotel, además de la tranquilidad de la zona y la buena vista, ya que se encuentra sobre una colina, es que es 4 estrellas, lo cual no incidió mucho en el precio justamente por el tema de estar alejado. La mala, no sé qué onda el sistema de adjudicación de estrellas acá, porque, si bien es muy lindo, el hp no tiene ascensor, lo que me hizo parirla para subir las dos valijas de casi 20 kg por 3 pisos...

Siendo más de las 7 de la tarde después de que terminamos de desensillar, decidimos descansar un rato antes de salir a conocer el centro, cosa que aproximadamente realizamos a eso de las 20, rehaciendo el camino recorrido recientemente con las valijas, por adoquinadas y tranquillas veredas secundadas por tranviísticas avenidas, hasta llegar nuevamente al subte C, que en ésta oportunidad nos llevaría al centro.
Una vez allí, a pesar del frío, que esperemos haya vuelto para quedarse, y de una insipiente garúa, que amenazaba con progresar en intensidad pero gracias a Crom se quedó en eso nomás, pudimos disfrutar de, al menos para mí, la que es hasta ahora una de las ciudades más bellas que hemos recorrido, limpia, ordenada, tranquila y coqueta, y eso que el clima obviamente no ayudaba para nada. O no sé si habrá sido justamente eso, la combinación de la garúa plateada sobre las tenues luces de la ciudad, que iluminaban parcialmente las bohemias edificaciones, con sus calles y peatonales exquisitamente adoquinadas, sus bares y restaurantes abiertos hasta tarde, y sus llamativos puntos de interés, como el reloj astronómico, o el puente Carlos IV, cuyos costados están poblados por llamativas estatuas que hacen la vez de preceptores del río Moldaba (creo que así se llama), y desde el cual pudimos divisar a lo lejos la imponente estructura del Castillo de Praga y la iglesia de San Vito, con su iluminación tan particular. Tan enamorado me quedé hasta ahora de ésta mágica ciudad, que olvidé mencionar que antes de llegar al puente habíamos parado en un llamativo barcito que nos tentó con sus interesantes ofertas, las cuales obviamente no rechazamos, y lo bien que hicimos, ya que pudimos disfrutar de unos deliciosos platos típicos de cerdo estofado y cerdo ahumado, acompañados por varios tipos de croquetas de papa, trigo, y quién sabe qué más, y un chucrut de rechupetes, todo antecedido por unas riquísimas sopas de vegetales, y regados por una conocida y riquísima (muy suave la guacha) cerveza local, la Budweiser Budvar, que nada tiene que ver en origen ni en sabor con la yanqui. También pasamos por una chocolatería belga en la que estaban amasando caramelos o algo así, en un proceso muy loco.

Terminamos la jornada repitiendo una vez más el recorrido en subte, para realizar la nocturna estancia en nuestras camas europeamente edredonadas (es increíble cómo se pusieron de acuerdo estos putos, no solo con no poner sábanas, sino también con que los edredones son exactamente iguales en todos los hoteles). Vamos a ver qué onda es Praga de día mañana.
































Día 10: Budaterm

Sabiendo que no nos esperaba una jornada muy demandante, arrancamos tranqui, sin despertador, tomándonos el tiempo necesario para dar todas las vueltas que el ritual de levantarse demanda. Al no tener incluido el desayuno en nuestro fea pero convenientemente ubicado (al menos para llegar y partir) hotel Golden Park, y, viendo que nos querían cobrar 11 euros por zabiola para acceder al mismo, preferimos declinar la oferta, y salir a la lleca en busca de mejores oportunidades. Lo primero que encontramos fue un súper, en el cual compramos algunas golosinas (que nos tentaron mucho, por lo que les entramos directamente) y agua para el resto de la jornada, para, después de acercarnos un poco a la zona céntrica, detenernos en la vereda de un café, ubicado a un costado del lujoso New York Café, para tener un desayuno un poco más decente, compuesto en ésta oportunidad por unos chocolates calientes con crema, y una especie de medialuna rellena con crema de chocolate. Mientras ingeríamos la matinal colación pudimos disfrutar de la vista, tanto del caótico tránsito vehicular húngaro, como de la limpieza que le estaban realizando a un kebab (también conocido como shawarma), esos casi omnipresentes palos giratorios en los cuales se incrustan incontables kilos de carne (de todo origen), cuya capa cárnica exterior estaba siendo removida a causa de su natural ennegrecimiento nocturno. (yo morfo cualquier cosa, es más, muchas veces he comido kebab, pero recién hoy me puse a pensar cómo es el tema de la conservación de esta cosa, que se la pasa girando a temperaturas no muy altas (ideales para el crecimiento microbiano) por quién sabe cuánto tiempo, porque no se terminan ni a palos en 1 día.


Ya con la panza contenta, continuamos recorriendo la ciudad, pasando por incontables cafés con sus mesas veredanas colmadas de turistas (al parecer acá, como en Viena, también hay tradición fuerte de fecas, y el tema de Starbucks debe ser parecido asimismo porque vimos únicamente uno), para adentrarnos luego en la lujosa arteria  Andrassy utca, en la cual, además de encontrarse la ópera de Hungría, también habitan locales de las más prestigiosas y excesivamente caras marcas (que encima puestas en moneda húngara parecen todavía más inaccesibles por las enormes cifras desplegadas en las vidrieras). Lo raro de ésta calle es que, entre medio de los fastuosos locales, o por encima de ellos, de repente uno puede encontrar puertas de madera podridas, edificios con todos los vidrios rotos, etc, etc. No quiere decir que sea un asco, sigue ganando el estilo pituco, pero no deja de llamar la atención ese contraste.
Continuando casi en línea recta logramos llegar hasta la costanera del Danubio, justo a la altura en donde se encuentra el más famoso nexo entre sus dos costas, el puente de las cadenas, el cual no tengo idea por qué se llama así ya que no tiene ni una cadenita colgando (tal vez era de cadenas antes de la segunda guerra, cuando fue derribado, u otra sea su explicación. Se agradecen comentarios.). Se trata de un puente bastante lindo, con unas enormes estatuas de leones en sus zonas de ingreso, pero no mucho más. Decidimos atravesarlo con la idea de recorrer un poco la antigua ciudad de Buda.

Lo primero que uno se encuentra al salir del puente y cruzar la avenida costera es la boletería del funicular que asciende unos pocos metros hasta la cima de la colina en la que se posa el castillo de Buda. Obviamente consideramos que todavía no somos tan vagos como para tomarlo, así que emprendimos la subida por unas empinadas escaleras que, después de un considerable y chivadísimo esfuerzo, principalmente porque hacía un calor de puta madre, nos depositaron a los pies del castillo. Lo único que puedo decir de dicha edificación, a causa de que no sé nada de Hungría, así que toda la parte histórica se me escapa en éste caso, es que es un edificio enorme, relativamente bien decorado, pero no necesariamente fastuoso. Lo mejor que tiene es la vista, que en realidad no es patrimonio suyo, si no de la colina. Desde sus terrazas se puede cubrir panorámicamente toda la ciudad, o en realidad las 2 ciudades, teniendo de un lado a Pest con su sección costera, de la cual se destacan el parlamento y la iglesia San Esteban, y del otro a la más antigua ciudad de Buda, con sus casitas desperdigadas sobre la ladera de la colina.
Dejamos el castillo, cuya única cosa que me faltó mencionar es que había una exposición de arte en su interior, y comenzamos a recorrer las inesperadamente deliciosas calles adoquinadas de la colina de Buda, con sus coquetas edificaciones antiguas a diestra y siniestra. No tuvimos que caminar mucho para toparnos con la iglesia de San Matías, cuyo techo se encuentra bellamente decorado con azulejos, donde aprovechamos para reposar un poco en una plazoleta lindante, y nos aprovisionamos de unos sandwichs (condimentados con mostaza a sugerencia de la vendedora guiñadora de ojos) y bebida para el almuerzo futuro. El siguiente punto de interés fue el Bastión de los Pescadores, del cual no me pregunten la historia (algo de unos pescadores que se la bancaron ahí), cuya principal virtud, además de sus interesantes formas puntiagudas, es también la vista panorámica que brinda, especialmente desde los cafés que allí ofrecen sus servicios. En ese lugar pudimos ver también una interesante estatua del rey Esteban montado a caballo, con esas armaduras típicas de Europa oriental, que tienen como cadenas colgando, y a un loco con un halcón, águila o bicho cercano, el cual cobraba algunos mangos para dejar que su pajarraco se posara sobre uno.

Continuamos el recorrido por las calles de la colina, ya convencidísimos de que toda la tarasca de la región se encontraba acá, tanto por la tranquilidad, la arquitectura de las casas, las escaleritas de piedra que comunican las calles, y los tremendos autos estacionados en las veredas, para finalmente decidir descender, enfilando para la costanera, desde donde pudimos tomar unas buenas fotos del parlamento, ya que nos encontrábamos justo en frente. No había mucho más que hacer, así que nos decidimos a visitar la isla Margarita (o Margit), ubicada en el medio del Danubio, cuyo acceso puede lograrse a través del puente homónimo. La misma se trata de un enorme espacio verde dedicado principalmente a los deportes, ya que cuenta con instalaciones para tennis, básquet, futbol, piletas de natación, clubes de canotaje, etc, etc, y hasta posee una acolchonadísima pista de tartán desplegada a lo largo de todo su perímetro, regalándole a sus trotadores usuarios el doble privilegio de correr con bajo impacto en sus articulaciones mientras disfrutan de una hermosa vista de las 2 márgenes del río.
Allí, luego de ingerir nuestros ricos sándwiches (uno de schnitzel de atún, y el otro de una especie de carne picada cocida y amalgamada), acompañado por un jugo de naranjas y cactus bastante fiero, de una marca llamada Cappy, pero que tiene el mismo logo de Cepita, así que también sospechamos una tramoya como la de Kibón, decidimos clavarnos una reparadora siesta a la sombra de unos  no muy nobles arbustos florales, ya que al despertarme descubrí que sus florcitas putas habían manchado de amarillo mi inmaculada y querida remera blanca de France Rugby, la cual, dicho sea de paso, confunde a los vendedores locales, quienes me abordan en francés para ofrecer sus mercancías.

Con la mochila como cobertor de mi espalda para que no pareciera que la tenía toda cagada por las palomas, abandonamos la isla dispuestos a alcanzar nuestro último destino, del que nos separaban unos 3 km aproximadamente, los cuales, teniendo en cuenta los inverosímiles (primaveralmente hablando) 34 grados que hacía (le sacamos una foto a un cartel en la calle para que después no me acusen de fabulador) nos hubiesen sido casi imposibles de recorrer a pie si no hubiese sido por la invaluable ayuda de otro fresquísimo jugo Cappy, esta vez de pera y manzana, que liquidamos como camellos sedientos, sentados en los numerosos y generosos (digo los porque paramos varias veces)  bancos de plaza que se despliegan a lo largo de toda la vía pública (esta es otra de las poquísimas cosas en las que Budapest le gana a las otras ciudades, más tacañas en cuanto a los lugares sentaderiles). Los últimos metros del trayecto los hicimos nuevamente tomando la lujosa Andrassy utca, que por estos lares se había convertido en ancho boulevard, y en lugar de locales presentaba fastuosos palacetes, como los que en Bs As han pasado a ser sede de incontables embajadas, pero presentando la misma extraña salvedad que antes, al lado de uno perfectamente conservado había otro en ruinas, con la mampostería colgando, persianas oxidadas, vidrios rotos, etc, todo muy extraño.

Finalmente divisamos a lo lejos, ya con la lengua afuera, la singular columna que forma parte del Hosok Tere (puede que sea así), o plaza de los héroes, en la que se representan a los príncipes de las 7 tribus magyares que dieron origen a la nación, por lo que, como perros babeando ante un plato de comida, aceleramos el tranco, pasando por el mencionado monumento, a cuyo costado está el museo de bellas artes, y luego de atravesar el palermosímil bosque de Varosliget logramos alcanzar nuestro deseado destino, las termas de Schenyi (o algo así, acá la pifio seguro con el nombre, mi memoria ya es mala para el castellano, así que no me voy a poner mal si no me acuerdo estos nombres rarísimos).
Acá entramos en terreno resbaladizo, porque el tema de las termas o piletas públicas es bastante controvertido, sea acá o en cualquier lado, estando por un lado los que por razones de pudor, salubridad, esnobismo o hasta asco prefieren no compartir con desconocidos su estancia en un medio líquido de relativamente escasas dimensiones, y, por el otro lado, los que sí (obviamente acá también hay matices, como los que deciden entrar pero con cara de asco, y los que les chupa todo un huevo y se revuelcan como chanchos). El hecho es que, habiendo superado la prueba de ir a Colmegna, donde se comparten piletas no ya con personas, sino con especímenes de museo, y encima ahí hay que estar en bolas (con lo que eso significa justamente en esos especímenes, a los cuales les cuelgan hasta las rodillas), decidí que no sería ningún problema pasar algunas horas descansando nuestras castigadas extremidades en los piletones calientes de aguas medicinales. Obviamente esta posibilidad ya había sido prevista, por lo cual nuestras mochilas venían portando sendos trajes de baño, así que, luego de pagar la entrada y acceder a nuestra cabina vestuario particular (a la cual se llega con un mecanismo muy piola de pulseras de goma, que te tira el número al posarla sobre una pantallita en la recepción, y después también hace las veces de llave electrónica), comenzamos la que sería una de las experiencias más memorables del viaje.
No sólo puede uno relajarse en las innumerables piscinas de aguas termales a distintas temperaturas, desde los escalofriantes 18 hasta los más que agradables 40 (pasando por todas las intermedias), también se puede pasar un rato en saunas húmedos o secos (también a distintas temperaturas) (si, ya sé que hace un rato me quejaba de que tenía calor, y ahora hablo de lo lindo que es meterse a un sauna de 70 grados, pero es distinto, porque lo digo shio), o bañarse y nadar un rato en las piletas exteriores, ya no de aguas termales, pero a convenientes 30 y 38 grados, rodeados por una arquitectura bastante pintoresca (estilo antiguo, quién sabe si griego, romano o turco, pero con galerías y columnas muy llamativas), y con el plus de tener un cielo completamente celeste por sobre nuestras cabezas, lo que permitía tirarse a hacer la plancha, o recostarse sobre las acuáticas escalinatas, con la única perturbación de algún que otro avión que surcaba lejanamente el firmamento, dejando sus esponjosas estelas blancas.

La verdad, acá en Budapest no hay nada que pueda recomendar más que esto (sí, es cierto que tampoco hay muchas cosas para hacer, pero verdaderamente vale la pena), siendo un lugar en el que tranquilamente uno puede pasarse el día. Nosotros estuvimos más de 4 horas metidos en el agua, pasando de una pileta a la otra, y disfrutando especialmente, después de un par de horas en las termales (cuya agua certificada asegura la presencia de calcio, magnesio, álcalis y fluor, lo cual espero no sea bueno como medio de cultivo para hongos, especialmente porque yo no tenía ojotas), de las piletas exteriores, que presentaban relajantes y divertidas variantes, como chorros masajeadores, burbujas de aire que salen desde el fondo (en algunos lugares enormes, en otros más chicas, dando al principio la no muy atractiva imagen de haberse tirado un pedo al desprevenido que se sentaba justo arriba) y una zona circular en la que se formaba una fuerte corriente que arrastraba a las personas generando una especie de trencito acuático.
La frutilla del postre la puso la noche, momento en el cual, además de encenderse las luces exteriores, también se iluminaron las piletas, desplegando juegos de colores cambiantes que, gracias a que ya se había ido mucha gente, nos permitieron disfrutar aún más del relajante descanso. Si tengo que mencionar algo negativo, eso sería los infaltables grupos de húngaros (o rusos, son casi lo mismo) grandulones y gritones, que de tanto en tanto perturbaban nuestra tranquilidad con sus alaridos y pataleos violentos.

A eso de las 21:30 decidimos, viendo las arrugas en la piel de nuestros dedos, que había sido suficiente agua y relax por el día, así que, cambiador mediante, emprendimos la nocturna partida, pasando nuevamente por la plaza de los héroes, y por una especie de castillo que no pudimos identificar (también en el Varosliget), para finalmente, después de unas 15 oscuras pero tranquilas cuadras, acceder a la zona del hotel, donde aprovechamos para cenar en un Mc Donalds (donde, como vengo olvidando de mencionar de las otras ciudades, nos cobraron nuevamente el kétchup los hps), para luego tener nuestro merecido reposo, después de tanto pero tanto esfuerzo y sufrimiento.