Aprovecharé la inmejorable oportunidad que me brinda un trayecto de 7 horas en un tren lechero que paró en todas las estaciones (creo que hasta en las de micros se metió, y sólo le faltaron las del clima) (vamos a tener que revisar, seguro nos salió baratísimo este tren… lo raro es que lo sacamos junto con los otros, en la misma página, con la misma anticipación, etc, así que no entiendo por qué algunos fueron de alta velocidad, y este de velocidad en alto, o stop…), para escribir un poco sobre las cosas que vengo olvidando de los demás días.
Primero, las constantes reparaciones en las calles, de todas las ciudades, sin excepción. Me llamó la atención porque no parecían generar quilombos de tránsito, y porque la verdad eran muchas. Pensar que cada vez que en baires hay alguna obra nosotros puteamos a más no poder por el bolonqui que se arma, creyendo, al menos en mi caso, que deberían hace esas reparaciones en otros horarios, etc. Al parecer ni siquiera acá tienen forma de zafar de tener que cortar calles, pero tal vez, gracias a la evolución de su sistema de transportes, eso no les genere tanto bolonqui.
Otra cosa, tema caras de la gente. Ya puse que en Amsterdam parecen putos o pelotudos, y en Munich de hps. En Viena, su característica cosmopolita me hizo imposible generalizar, pero en Budapest he vuelto nuevamente a la carga, pudiendo definirlos claramente con las caras de locos más expresivas que he visto en mi vida, lo cual, sumado a su idioma, sus gesticulaciones, y el volumen al que hablan, puede completar fácilmente el cuadro.
Pasando al viaje en tren, además de la relativa incomodidad de los asientos, que nos tocaron enfrentados, lindando con una madre y su hijo de unos 2 o 3 años, que al principio nos pareció simpático pero después de más de 7 horas de constante balbuceo y travesuras se podrán imaginar que dejó de serlo, y del continuo asedio de los guardas, que en el idioma del país de turno (Hungría, Eslovaquia, R. Checa, y quién sabe cuáles otros) nos pedían que mostráramos los boletos cada dos por tres, a causa de que el tren paraba en todas las estaciones, nos permitió chusmear infinidad de ciudades y puebluchos con distintas fisonomías, pasando también por extensas áreas rurales despobladas, bastante similares a las nuestras, lo que nos podría llevar a arriesgar la simple analogía de que las naciones con grandes extensiones de campo sin poblar son siempre subdesarrolladas (no vale mencionar a EEUU como excepción). Acá no se descubre la pólvora obviamente, es de público conocimiento que la producción rural básica no genera valor agregado, como tampoco se acerca a la generación de puestos de trabajo que trae consigo la industrialización, y tampoco logra promocionar el mercado interno. Pero bueno, creo que hasta que todos no estemos verdaderamente convencidos de eso, para que podamos presionar a los dirigentes para que definan políticas que nos lleven para esos rumbos (con los sacrificios y esfuerzo que obviamente implican esas decisiones), vamos a seguir siendo como somos, y los desarrollados, cuyo desarrollo alcanzaron no hace muchos años (a diferencia del creer popular), justamente gracias a su industrialización, y al proteccionismo de sus mercados frente a las manufacturas extranjeras. Pero bueno, es más fácil creer que lo que nos aleja de nuestro destino de grandeza es la corrupción de los políticos…
Me fui para cualquier lado, mejor sigo con el viaje. Transcurridas las más de 7 horas de recorrido, posamos finalmente nuestros pies sobre la inmensa estación de trenes (que parece una terminal de aviones por lo compleja y moderna, capital de la Republica Checa, ex Checoslovaquia, y quien sabe cuántas otras antes. Allí, después de dar varias vueltas hasta orientarnos correctamente, decidimos cambiar algunos euros por coronas checas (cuyas monedas vienen con unos motivos copadísimos de dragones, leones, y bichos similares) (ah, en esa casa de cambio nos rompieron olímpicamente el traste cobrándonos una comisión oculta del 20 %... la siguiente nos aseguramos de leer el cartel que reza: 0 % comisión...), para comprarnos la tarjeta de transporte de la ciudad, necesaria en nuestro caso porque acabábamos de notar que el hotel que habíamos reservado se encontraba verdaderamente en las afueras de la misma, no estando siquiera en los mapas turísticos la zona ni la calle del mismo. Encontrarlo justamente por ese motivo no fue fácil, viéndonos obligados, después de salir del sorprendentemente moderno subte, cuyos pasajeros respetaban a rajatablas las normas de convivencia en escales mecánicas (quietos a la derecha, subidores activos a la izquierda), a pegar varias idas y venidas por las grises pero ordenadas y limpias veredas suburbanas que debimos caminar hasta llegar a destino. La parte positiva del hotel, además de la tranquilidad de la zona y la buena vista, ya que se encuentra sobre una colina, es que es 4 estrellas, lo cual no incidió mucho en el precio justamente por el tema de estar alejado. La mala, no sé qué onda el sistema de adjudicación de estrellas acá, porque, si bien es muy lindo, el hp no tiene ascensor, lo que me hizo parirla para subir las dos valijas de casi 20 kg por 3 pisos...
Siendo más de las 7 de la tarde después de que terminamos de desensillar, decidimos descansar un rato antes de salir a conocer el centro, cosa que aproximadamente realizamos a eso de las 20, rehaciendo el camino recorrido recientemente con las valijas, por adoquinadas y tranquillas veredas secundadas por tranviísticas avenidas, hasta llegar nuevamente al subte C, que en ésta oportunidad nos llevaría al centro.
Una vez allí, a pesar del frío, que esperemos haya vuelto para quedarse, y de una insipiente garúa, que amenazaba con progresar en intensidad pero gracias a Crom se quedó en eso nomás, pudimos disfrutar de, al menos para mí, la que es hasta ahora una de las ciudades más bellas que hemos recorrido, limpia, ordenada, tranquila y coqueta, y eso que el clima obviamente no ayudaba para nada. O no sé si habrá sido justamente eso, la combinación de la garúa plateada sobre las tenues luces de la ciudad, que iluminaban parcialmente las bohemias edificaciones, con sus calles y peatonales exquisitamente adoquinadas, sus bares y restaurantes abiertos hasta tarde, y sus llamativos puntos de interés, como el reloj astronómico, o el puente Carlos IV, cuyos costados están poblados por llamativas estatuas que hacen la vez de preceptores del río Moldaba (creo que así se llama), y desde el cual pudimos divisar a lo lejos la imponente estructura del Castillo de Praga y la iglesia de San Vito, con su iluminación tan particular. Tan enamorado me quedé hasta ahora de ésta mágica ciudad, que olvidé mencionar que antes de llegar al puente habíamos parado en un llamativo barcito que nos tentó con sus interesantes ofertas, las cuales obviamente no rechazamos, y lo bien que hicimos, ya que pudimos disfrutar de unos deliciosos platos típicos de cerdo estofado y cerdo ahumado, acompañados por varios tipos de croquetas de papa, trigo, y quién sabe qué más, y un chucrut de rechupetes, todo antecedido por unas riquísimas sopas de vegetales, y regados por una conocida y riquísima (muy suave la guacha) cerveza local, la Budweiser Budvar, que nada tiene que ver en origen ni en sabor con la yanqui. También pasamos por una chocolatería belga en la que estaban amasando caramelos o algo así, en un proceso muy loco.
Terminamos la jornada repitiendo una vez más el recorrido en subte, para realizar la nocturna estancia en nuestras camas europeamente edredonadas (es increíble cómo se pusieron de acuerdo estos putos, no solo con no poner sábanas, sino también con que los edredones son exactamente iguales en todos los hoteles). Vamos a ver qué onda es Praga de día mañana.